Una moto de juguete


 Una tarde lluviosa de otoño de 1976, Ignacio fue con sus padres a casa de su tía Carmen. Mientras los mayores charlaban, el chaval, de seis años, jugaba con su primo Javier, un año menor. A Ignacio le gustaba ir a jugar a casa de su primo, porque tenía muchos más juguetes que él.

 No comprendía todavía que su padre se había quedado en paro hacía unos meses, a consecuencia de la crisis de 1973 y por eso en su casa andaban más justos que en la de su tía. Completaba el magro subsidio con algún que otro trabajillo o suplencia de días sueltos, pero aun así, eran tiempos difíciles.

 Así pues, ambos niños, sentados en el suelo, jugaban ora con un indio y un vaquero, ora con un coche, ora con una moto, de esa forma anárquica y caótica que es la esencia de los juegos infantiles.

 Y precisamente, esa pequeña motillo, de esas que vendían con un estuche de plástico transparente y una peana para fijarla, pues servía tanto de juguete como para ser coleccionadas por adultos, fue la que, poco a poco, empezó a llamar la atención de Ignacio.

- Qué injusto que mi primo tenga tantos juguetes y yo tan pocos- pensaba el crío.
- Tiene tantos que no sabrá ni los que tiene, seguro que cuando pierde alguno, ni siquiera lo echa en falta. Y esta moto roja, justo de mi color preferido, es chulísima, pero si le pido que me la regale, me va a decir que no.

 Los niños seguían jugando y los adultos charlando, pero la moto no salía de la cabeza de Ignacio.

 Al cabo de un rato, Javier fue a su cuarto a buscar una pistola nueva. En aquellos años los niños jugaban con pistolas, rifles o metralletas y la inmensa mayoría han devenido en personas pacíficas. Y los que no ha sido así no creo que haya sido por jugar con juguetes bélicos.

 Ese intervalo de un minuto fue suficiente para que ese diablillo que se ve en los dibujos animados interviniera:

- Cógela, Ignacio, guárdatela en el bolsillo, nadie se va a dar cuenta.

 El angelito que también suele aparecer en esos casos, ese día debía de estar afónico o no le dio tiempo a hablar. El caso es que Ignacio, tras comprobar rápidamente que los mayores seguían a lo suyo y no le prestaban la más mínima atención, se guardó la moto en el bolsillo sin pararse a pensar en dilemas morales, antes de que a su primo le diera tiempo a regresar al comedor.

Poco tardó Javier en echarla en falta:

- Mamá, ¿has cogido la moto roja?
- Yo no he cogido nada, lo tienes siempre todo revuelto, por ahí estará.

 Javier empieza a buscar por todo el comedor, ante la mirada de Ignacio, que empieza a ponerse nervioso y para disimular hace como que ayuda a su primo a buscarla.

- Nacho, ¿tú tampoco sabes dónde puede estar? - pregunta Carmen a su atribulado sobrino, que empieza a darse cuenta de que se ha equivocado con su necio gesto, pero que piensa que ya no hay vuelta atrás.

- No, Tita – responde con una vocecilla trémula y mirando al suelo, más por azoramiento que por seguir el paripé.

- Bueno, ya aparecerá cuando no la busques – le dice Carmen a su hijo, sin darle más importancia.

 La visita duró unos minutos más, que a Ignacio se le hicieron eternos. Al salir del piso sacó la moto del bolsillo, creyendo, ingenuamente, que una vez fuera del piso de sus tíos, las consecuencias de su reprobable acto prescribirían.

 Sus padres lo miran, y su padre le habla en tono serio, pero tranquilo:

- Eso no se debe hacer nunca, no hay que coger nada de nadie, ni tampoco echar embustes. - No utiliza la palabra “robar”, cree que al niño le puede sonar muy fuerte.

- Ve ahora mismo y le devuelves la moto a tu primo.

 Ignacio no necesita nada más. De golpe se da cuenta de que su padre tiene razón. No intenta apelar para que él o su madre, que hace gestos de tener el mismo criterio, lo encubran o disculpen. Sabe que esa vergüenza que le abruma debe pasarla sólo y que es justo castigo a su alocado acto.

- Toma, Tita, la moto estaba en mi bolsillo – mientras se la da. En su confusión busca una expresión neutra para no tener que decir “la he cogido”.

Su tía se limita a decir:

- Has hecho bien trayéndola – Ve en la cara de su sobrino, más roja que la moto, y en su turbación, que ha aprendido bien la lección y que no es necesario añadir nada más.

 Ignacio nunca dejará de agradecer a sus padres la lección de tener que afrontar sólo la devolución de la moto, que le permitió madurar y aprender en un minuto lo que otros no consiguen nunca.


Prudencio Gordo Villarraso, enero 2021.





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