



Tenemos la fortuna de verla tal y como estaba pocos años antes de que nuestra amiga María naciese allí; esta oportunidad se la debemos a una mujer de origen francés, Martine Cruz, que es la mujer de Antonio, uno de los hijos de María. Martine cuenta así:
–Esta foto antigua, que es famosa porque hoy en día la tiene todo Jayena, la conseguí, por pura casualidad, en Barcelona. La cosa fue que un compañero mío del trabajo era coleccionista de postales antiguas y, al comentarle yo que mi marido era de Jayena, me dijo que tenía en sus archivos una postal antigua del pueblo de Antonio. Cuando la vi me gustó tanto que quise regalarle una copia enmarcada a mi marido para la Navidad de 1993, así que la llevé a un laboratorio de fotografía del mismo Barcelona. Allí la copiaron por las dos caras, delantera y trasera, se agrandó la imagen original porque era pequeña, y se hicieron varias copias, que ese mismo mes de diciembre de 1993 repartimos entre la familia. A partir de ese momento la postal se ha ido pasando de unos a otros y, con el correr de los años, ya la tiene todo el pueblo; en nuestra familia la han enmarcado y todo.– Martine es una mujer muy especial, educada, discreta e inteligente, que quiso mucho a su suegra, María, de la que guarda un respetuoso recuerdo. María, a su vez, consideró a Martine una hija más, de la que afirmaba que “siempre tenía muy buenas palabricas”.
–Es interesante que se conozca el verdadero origen de esa foto, que lleva rodando por Jayena más de treinta años; que se sepa realmente cómo y de dónde salió, porque pasa el tiempo y, con la costumbre de verla, al final se nos olvida dónde empezó todo–, puntualiza sonriente Antonio, marido de Martine e hijo de la protagonista de nuestra historia; se trata de un hombre muy afable y sereno. Son las paradojas que tiene la vida: gracias a una persona llegada de muy lejos de Jayena –de una forastera–, hoy poseemos esa imagen tan ilustrativa de un tiempo que, para bien o para mal, ya no volverá.




¿Qué se puede decir acerca de la vida en Córzola en aquellos tiempos? Pues que el cortijo y sus alrededores hervían de actividad; las viviendas todas estaban habitadas y una muchedumbre de chiquillos, hijos de los trabajadores, brincaba y llenaba el aire con la gloria de su algarabía todos los días, a todas horas y por todas partes. Junto a la familia de María vivían también la del otro guarda forestal de La Resinera –solían ser dos vigilantes por cortijo–, más los seis resineros con las suyas; a ellos había que añadir toda la gente que pasaba por allí, que en esa época era mucha. En total, hasta nueve familias completas llegaron a alojarse en Córzola, sumando la del resinero que ocupaba la choza del cortijo. También había que contar con los jornaleros, “abulagueros” y remasadores de resina que pasaban por allí, y se guarecían de noche en las cuadras y pajares. La cortijada, por demás, se encontraba en una zona de paso por la que viajeros y arrieros iban y venían y que, lógicamente, hacían sus paradas allí para descansar, comer e incluso llevar a cabo algún trueque o negocio.
María y sus hermanos crecieron despreocupados allá en su retiro corzoleño, oreando cuerpo, mente y espíritu con la maravilla del aire fresco de la sierra almijareña. El cortijo se asemejaba a un diminuto reino de taifas casi autosuficiente, repleto de padres, madres, hijos, abuelos y animales domésticos, y rodeado por próvidas tierras de labor. En esa época los niños de Córzola no iban a la escuela –María y sus hermanos tampoco–: no les era posible bajar solos a Jayena y los padres, de ningún modo, podían faltar a sus tareas. Aunque era muy poco lo que necesitaban fuera de las lindes del Monte de Córzola, cada diez o quince días bajaban a Jayena por la vereda de Bocanina –dos horas se tardaba, a paso de caballería– para comprar de lo que hiciera falta y no dispusieran en el cortijo. La familia de María aprovechaba el viaje y bajaba con los dos mulos de la casa –se llamaban Voluntario y Torillo– cargados de sacos de trigo, que dejaban en el molino; a la vuelta subían con igual cantidad de sacos de harina, con la que harían pan y tortas en el horno del cortijo para unos cuantos días. Su padre mientras tanto, el confiable guarda Joaquín, se pasaba el día en el campo realizando tareas de vigilancia de la finca. ¡Y anda que no iba bien apañado el bueno de Joaquín! Los guardas de monte de La Resinera no vestían uniforme como tal, pero sí llevaban sombrero de ala y una ancha bandolera de cuero de la cual prendían la chapa metálica que los identificaba, además de una lustrosa cuerna o trompetilla, también de metal, que se colgaban al hombro, con la que podían comunicarse entre ellos, llamar la atención de quien fuera necesario y, en general, hacerse escuchar en las anchuras de la sierra.





El nuevo matrimonio se asentó, por vehemente deseo de María, en el cortijo de Córzola: ella no concebía, de ninguna manera, vivir en otro lugar. Su enlace había tenido lugar poco después de la jubilación de Joaquín como guarda de monte de La Resinera, por lo que María y José colgaron su nido en la misma casa que habían ocupado los padres de María, ahora vacía porque Joaquín y Concha se habían mudado a su casa de Jayena, más cómoda para ellos, que ya estaban mayores. María y José se instalaron pues en Córzola, pero el joven matrimonio no iba solo. Ella había recogido a un primito hermano suyo, de cinco años –Joaquín se llamaba–, que se había quedado desamparado: el padre estaba en la cárcel por pertenecer al bando republicano durante la contienda y la madre, desprovista del hombre de la casa, era incapaz de alimentar y vestir a seis hijos. Su pena de madre sin fortuna encontró eco en el corazón de María, que de por sí ya era grande, pero se agigantaba ante la necesidad ajena. María “adoptó” sin dudar al pequeño Joaquín: como a un hijo lo cobijó bajo su ala, y como a un hijo lo amó hasta el punto de que fue muchos años después cuando los hijos propios del matrimonio se enteraron del origen real de Joaquín, al que habían considerado como un hermano más: el mayor de ellos. (A su vez Concha, la madre de María, se había quedado con Diego, otro de los hijos de la familia caída en desgracia, y lo estaba criando en la casa de Jayena. Y es que una manzana nunca cae lejos del árbol que la produjo).


José era, además de labrador, un ganadero de éxito que consiguió reunir una buena porción de vacas, ovejas y más de quinientas cabras. Con tanto terreno por labrar y tanto animal que pastorear, nuestro hombre no asomaba por el cortijo en todo el día, que ya se sabe que los hombres del campo pertenecen al campo. Pero, ¿y las mujeres? Pues ellas a las faenas, que no eran pocas ni chicas, que correspondían entonces a su sexo y condición: las mujeres rurales trabajaban tanto o más que los hombres –que justo es decirlo–, fuera y dentro de sus casas: criar y educar a los hijos, cuidar de viviendas, huertos y hortalizas, de los animales domésticos que estaban a su cargo y, desde luego, cuidarse entre ellas también, porque el cortijo de Córzola era una comunidad que funcionaba como una gran familia bien avenida, donde todos velaban por todos. Los años pasaban y María fue teniendo hijos, hasta reunir cinco: María, José, Manuel, Antonio y Encarna que, junto a Joaquín, el “hermano mayor”, crecían libres en la sierra, entregados a jugar su papel de niños y a aprender de los mayores. Todos los hijos de María, salvo Manuel, nacieron en Jayena: cuando le quedaba poco para dar a luz, María se montaba en uno de los mulos y pasaba las dos horas del trayecto dando trompicones por la accidentada vereda hasta llegar al pueblo, donde la esperaba su madre con la comadrona. Después, con su recién nacido envuelto en una toquilla, volvía a cabalgar vereda arriba hasta llegar al cortijo, donde podía descansar por fin –no cabe duda que las mujeres antiguas llevaban la fortaleza en la masa de la sangre–. Los hijos de María sólo iban a la escuela del pueblo por temporadas, cuando menos obligaciones había en el campo y los niños se podían mudar unas semanas a la casa de Jayena. Ese tiempo solía coincidir con los meses del invierno.

Los primeros años de casada, María no tuvo más preocupaciones que las propias de sus responsabilidades diarias. Disfrutó durante un tiempo de la casa donde se había criado con sus hermanos, hasta que La Resinera contrató a un nuevo guarda forestal –venía de Teruel, donde la empresa contaba con otras fincas de pino resinero–. Este hombre y su familia se instalaron en la casa de María, que por ser la más grande y cómoda se reservaba para los guardas de monte; pero sobre todo porque era la que tenía instalado el teléfono con el que La Resinera se mantenía en contacto permanente con los cortijos donde tenía sus vigilantes jurados. Así que María, José y sus hijos se mudaron a otra de las casas de Córzola: la que estaba en la esquina opuesta del cortijo, dando vista a los montes y al arroyo Almijara, que también era grande y cómoda, y además contaba con unos amplios corrales, que vinieron muy bien a José y sus animales.
La vida seguía rodando, día tras día. Nuestra familia pasó la posguerra y los años siguientes en el cortijo, donde no escaseaba nada imprescindible; cuando llegaba la hora de comer –los que comían, que en esa época no eran muchos–, María podía colmar, feliz de poder hacerlo, los platos de su gente de papas, migas o puchero. Y no sólo de los suyos, sino de todo aquel que llamara a su puerta pidiendo un trozo de pan, que la parvedad era grande en ese tiempo y no era de recibo no compadecerse de sus semejantes; María socorría a todos largamente, como si dispusiera en su casa de los manjares y la despensa inagotable de la reina de Saba. Pero, ay… qué poco imaginaba ella que estaban por llegar los peores momentos de su vida.

Los guerrilleros antifranquistas o maquis, que ocuparon la sierra entera, también llegaron a su cortijo: Córzola no iba a ser una excepción. El miedo cundía rápidamente; con la rapidez del rayo se habían propagado los rumores de que una partida de la Agrupación Guerrillera Granada-Málaga, la que comandaba el afamado José Muñoz Lozano, “Roberto”, se movía por los montes de Cázulas y Jayena protagonizando incursiones, secuestros y extorsiones. Y así fue: muy poco después, los habitantes de Córzola empezaran a recibir las inopinadas visitas de los maquis, por una parte, y de los guardias civiles del cuartel de Jayena, por la otra. Todos podían presentarse a cualquier hora del día o de la noche, y no cabía más que atender a unos y otros.
En lo más oscuro de la noche aparecían los maquis, que irrumpían en las casas por las buenas o por las malas, interrogaban, amenazaban, comían apresuradamente, se llevaban lo que les viniese bien y se escabullían de nuevo en la oscuridad, en un visto y no visto, hacia sus escondites montanos. Nada más salir el sol llegaba el turno de las parejas de guardias civiles, que se presentaban con la autoridad de quien se sabe omnipotente y, de igual modo, interrogaban, amenazaban, arengaban, comían en abundancia de lo que hubiese –ellos sin premura ninguna– y hasta solían instalarse en el cortijo para un par de días o tres, normalmente en la casa de José y María, esperando así sorprender a los proscritos en su siguiente aparición. A los corzoleños, de grado o por fuerza, sólo les quedaba plegarse a las exigencias de perseguidores y perseguidos, porque negarse a ello podría suponer severos castigos, cárcel e incluso la muerte. No importaba lo mucho que temblasen las manos de las mujeres o el llanto miedoso de los niños: si los maquis llegaban con hambre había que hacerles a toda prisa un puchero, unas migas o incluso un arroz con conejo, cuando había alguno disponible; si los guardias civiles llegaban con hambre, tres cuartos de lo mismo. Las familias de Córzola se vieron forzadas a cambiar de hábitos: hacían los quesos, panes, conservas y chacinas durante la noche para no ser vistos, y escondían con habilidad gran parte de las provisiones de sus despensas –garbanzos y lentejas, harina, aceite, tocino, panes, quesos, legumbres y matanza– para que entre unos y otros no arramblasen con todo.
En esos años el cuartel de Jayena se encontraba bajo las órdenes del teniente Manuel Prieto López, que presumía de que “en el cuartel tenían las llaves de todos los cortijos y muchas casas de su demarcación colgadas de la pared, que ocupaban un muro entero; que su autoridad en el pueblo era tal que él hacía lo que le daba la gana; que era el amo y señor de todo, y lo que él decía y hacía iba a misa” (son sus palabras textuales, en una entrevista del año 1984 al historiador José Aurelio Romero Navas). Y, en efecto, así era. El control sobre los cortijos bajo la jurisdicción del teniente Prieto –clausurados, algunos, a piedra y lodo– era férreo; incluso montó una exitosa contrapartida contra la guerrilla que terminó con la vida de muchos combatientes. María y los suyos, como los demás habitantes de Córzola, temblaban de pies a cabeza cada vez que, después de cenar opíparamente, el sargento Magaña –severo y cruel como él solo– se dedicaba a relatar con todo detalle cómo y dónde habían matado a tal o cual “bandolero” sin omitir escabrosidades, incluso delante de los chiquillos, que escuchaban atónitos aquellos relatos de atrocidad, persecución y muerte.

Un mal día –María estaba embarazada de ocho meses de su cuarto hijo, Antonio– se presentaron en el cortijo, a plena luz del día, tres guerrilleros, capitaneados por Manuel Fajardo Ruiz, más conocido por su nombre de guerra, “Senciales”. Nadie esperaba algo así; los corzoleños se encontraban realizando unas faenillas en la era y, cogidos por sorpresa, no supieron reaccionar. Un grupito de niños, entre los que estaban los tres hijos mayores de María, enredaba por allí. Senciales preguntó directamente por José, el marido de María.
–A ver, ¿dónde está José? Que tenemos que hablar con él– solicitó el fugitivo evidentemente nervioso, con voz pavorosa y convincente. José, adivinando el percal, se adelantó tranquilo, intentando, con su actitud calmada, convencerles de que la violencia no era camino con ellos.
–Aquí estoy, ¿qué es lo que queréis decirme? No hace falta levantar la voz, que estáis asustando a tós y a más están los niños chicos delante– repuso José, dándose cuenta, por la hosca expresión facial de los fugitivos, de que ese día estaban para pocas bromas.
–Nos hemos enterao de que has cobrao hace unos días siete mil pesetas por la venta de unos chotos. Como lo sabemos de buena tinta, no me vayas a venir con el cuento de que no es verdad. Conque danos el dinero y nos vamos sin que aquí pase ná más–. Senciales sujetaba con determinación un rifle de 9 mm en la mano derecha.
Los guerrilleros tenían sus enlaces e informadores que los iban poniendo al corriente de quién movía dinero en la sierra. Corría el mes de mayo de 1950 y efectivamente, como cada primavera, José acababa de vender la paridera de ese año, con lo que había ganado las famosas siete mil pesetas que le exigían Senciales y su partida. José imaginó que alguien cercano a ellos les había dado el chivatazo. ¿Pero quién? Imposible saberlo. Lo más tranquilamente que pudo, les dijo que no tenía ese dinero en la casa.
–Pues resulta que el dinero aquí no lo tengo, que está en el banco, y me harían falta uno o dos días pa sacarlo y traerlo al cortijo. Si veis que podéis esperar, eso hacemos– replicó intentando calmar los ánimos de los maquis, que miraban para todas partes dando claras muestras de impaciencia.
–¿Qué te piensas, que somos tontos? ¡Ya estás sacando los dineros de donde los tengas, porque como no, ésta lo va a pagar!– y, uniendo la acción a la palabra, cogió del brazo a María, la llevó al centro de la era y la encañonó delante de todos. –¡Aquí mismo la fusilamos, así que tú verás lo que haces!– María, paralizada ante el horror indescriptible de que la matasen delante de sus niños, no podía ni encontrarse la voz; sólo apretaba contra sí, con las dos manos, las cabecitas de los pequeños, que lloraban agarrados a su delantal.
Con mil argumentaciones y temblando ante lo que pudiera pasar, José logró apaciguar a Senciales y sus compañeros, que en realidad no eran más que hombres agotados, acorralados y desesperados. Como a todos les interesaba llegar a un acuerdo, hablaron algo más calmados y, por fin, consensuaron una manera de entregar el dinero. El plan convenido tendría una estrategia muy concreta y había que seguirlo al pie de la letra para que no se produjera el más mínimo fallo, ya que los maquis no dudaban en disparar a matar si consideraban que se les había traicionado. Pero, ¿en qué consistía ese plan?
Sujetad, amigos lectores, la brida a vuestra imaginación, que en la segunda parte de esta historia sabremos finalmente qué pasó con el dinero, con los maquis, con los guardias, con María y su familia y, cómo no, con el cortijo de Córzola.

Fotografías, archivo de la familia De Cara Quirosa y Mariló V. Oyonarte.
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