¿Quién fue José Mora Guarnido? (II)


La grupeta de José Mora, Lorca, Falla y cia: El Rinconcillo.

«Navarrico, el camarero que nos servía, era un viejecillo inteligente y burlón, aventurero que había recorrido el mundo reenganchado [...] nos escuchaba con un sonriente y burlón entusiasmo de viejo que ha experimentado en carne propia hasta donde llegan y donde se quiebran para siempre las ilusiones juveniles, los sueños locos de los que aspiran a ser poetas como de los que se conforman con ser mozos de cafés». (José Mora, Gr1:4).

«He dicho alguna vez, con escándalo acaso de ciertos pedantes, que la verdadera universidad popular española han sido el Café́ y la plaza pública». Miguel de Unamuno.

 En la idiosincrasia española, el gusto por los bares y cafés, «al citar con los mismos signos al Café́ como local y como bebida resulta que indistintamente entramos en una taza de café́ o nos bebemos un local con silla [...] Yo en rebeldía con la regla académica pongo mayúscula a Café́» (de la Serna, 1960:12) viene de lejos, en el capítulo segundo del Quijote, en la primera salida del Caballero de la Triste Figura, el narrador escribe: «...vio no lejos del camino por donde iba una venta, que fue como si viera una estrella, que a los portales...le encaminaba» (Cervantes, 1605: 43). Las ventas que daban refugio, vino y comida, eran también sede para la charla y el intercambio: «lugares de sociabilidad, hecho que no pasó desapercibido a los viajeros románticos» (Vines, 2008:71). Es curioso que la primera película española con argumento sea Rina en un café́, 1897, de Fructuoso Galabert, aunque la que se conserva es una recreación del propio autor en 1952. Un plano secuencia de medio minuto, y cuyo conflicto es una discusión, un sencillo enredo de empujones que sucede en la terraza jubilosa de un café́. Si la venta era vista como un castillo por Don Quijote, para José Mora y su grupo hubo también algo de ilusión en el Café́ Alameda. Su ubicación, «estaba situado en la plaza del Campillo de Granada, Andalucía, España, en los bajos del local que hoy ocupa la zona de comedor del bar Chikito» (Tapia, 2007). Si bien se resguardaban para las heladas invernales o las lluvias de primavera, lo fue tanto como refugio intelectual. El Café́ Alameda, en el paseo arbolado de la Carrera del Genil, que es como muchos granadinos la conocen, a pesar de que le cambiaron el nombre a Carrera de la Virgen, tuvo un notable e intermitente éxito desde 1870, y fue de nuevo abierto en 1908. En El Defensor de Granada, fundado y dirigido por Seco de Lucena, para la reapertura dedica un tercio de columna, bajo el título con letra redondeada y rellena: «Café́ de la Alameda». En la nota dice:

 «La transformación ha sido total, quedando espaciosa sala en condiciones muy cómoda. El tono blanquecino de sus techos y muros, que resaltan como la nieve, prestando alegría al bonito local, formando artístico pedant con el elegante rojo oscuro de los zócalos, sillerías y mullidos divanes (...) en la Alameda se congreguen las antiguas tertulias y reuniones que llenan siempre aquel elegante local»(El defensor, 24-11-1908)

 Cuando hablamos del Rinconcillo, en un sentido más amplio, también hay que describirlo y entenderlo como fenómeno, en el sentido de los fenomenólogos, es decir, pasado por la experiencia de la extraordinaria escuadra que la conformaba, del mismo modo que el café́ pasado por la experiencia: «...trayéndome la promesa de una actitud de alerta, reconfortante y duradera. La promesa, las sensaciones anticipadas, el olor, el color y el sabor, todo forma parte del café́ como fenómeno. Todo ello emerge para ser experimentado» (Bakewell, 2016:60). Y no falta en la taberna, venta o café́ de toda España, el cobijo para el alma solitaria que en el amargo trago sujeta el tiempo, como escribe el narrador de La Colmena:

 «En estas tardes, el corazón del Café́ late como el de un enfermo, sin compás, y el aire se hace más espeso, más gris, aunque de cuando en cuando lo cruce, como un relámpago, un aliento más tibio que no se sabe de dónde viene, un aliento lleno de esperanza, que abre, por unos segundos, un agujerito en cada espíritu». (Cela, 1951:5)

También algún “Don Carmelo”:

 «Pues yo voy al café́, porque no puedo vencer la tentación. Ya lo decía yo de mucho tiempo antes. El café́ es el hogar de los que, como yo, andan toda su vida en pos del vivir humilde, tapando una necesidad con una vergüenza, y siempre teniendo que tapar necesidades. El café́ es la gran mascarada de la penuria». (Avecilla, 1908: 129).

 Pero el Rinconcillo era una suma que multiplicaba la experiencia exponencialmente, estaba más orientado a la tertulia intelectual: «cambian ideas y opiniones, sin demasiado énfasis, ni miedo a disparatar, libres para la paradoja y la crítica» (de la Serna, 1960:10). Grupo humilde e intelectual, contaba con una plantilla destacadísima, que solían congregarse cuando caía la noche, trayendo con ellos ese aliento lleno de esperanza. Ubicados junto a la sombra inspiradora que expandían los instrumentos de viento y el quinteto de piano, exactamente para la elección del lugar, «el que tiene luz y palabras que nos van y en cuyo ámbito lleno de sillas y de divanes ya sabemos elegir el rincón que nos conviene» (de la Serna, 1960:10). En el fondo de aquel lugar, detrás del tablado, fue creciendo una sana y formidable generación con el objetivo de apoyarse unos en otros: «desahogarnos de nuestros pensamientos y nuestras inquietudes, animarnos a veces y consolarnos mutuamente, salvarnos del tedio diario, de la obligación mecánica y odiosa» (José Mora, 1958: 52). Sin embargo, gracias al nivel y a la sinergia de sus integrantes, lograron objetivos colectivos: «alcanzaba en el fondo una fecunda y constante tarea colectiva» (José Mora, 1958: 52). En aquel oasis, lugar de libertad de pensamiento en Granada – que como diría Gómez de la Serna al describir el Café́, es un «salón de la holganza espiritual, sitio en que dilucidar lo divino y lo humano, punto de cita con la vida pública que lleva la fecha de nuestro tiempo» –, pasaron numerosos amigos y personalidades invitadas, como Wels, Rudyard Kipling, Rubistein, Wanda Landovska, o Nakayama, alias “Nakita, torero de emoción”. El Rinconcillo ha quedado para la posteridad por sus integrantes y por las carreras profesionales de estos, porque entre todos los cafés y grupos, no triunfan todos «aunque lo parezca; lo es gloriosamente solo de los que se adelantan en el tiempo, de los que se anticipan» (de la Serna, 1960:12). Uno de los más recordados, precursor y referente de aquel grupo, fue Francisco Soriano de la Presa, que además de abastecer a los jóvenes con una enorme biblioteca, los respaldó sobresalientemente: «ejerció sobre todo el Rinconcillo una paternal y saludable influencia» (José Mora, 1958: 55); «Soriano nos descubría a todos perspectivas y caminos insospechados» (José Mora, 1958: 56). Otro de los surtidores de cultura y tradición, Ramon Pérez de Roda, que, tras haber emigrado a Inglaterra, fue el responsable de acercarle a los jóvenes su conocimiento sobre esta literatura, les recitaba a Byron de memoria, les hablaba de Oscar Wilde «al mismo tiempo que nos iniciaba en los ritos excitantes de whisky y la absenta» (Mora, 1958: 57). El grueso de la escuadra, según Ideal, era: «Al grupo, además de los hermanos Federico y Francisco García Lorca, se sumaba Melchor Fernández Almagro, Antonio Gallego Burín, Miguel Pizarro Zambrano, el filólogo José Fernández-Montesinos, José́ María García Carrillo, Fernando de los Ríos, el arabista José́ Navarro Pardo, Manuel Ángeles Ortiz, Ismael González de la Serna, Hermenegildo Lanz, Juan Cristóbal, Ramón Pérez Roda, Luis Mariscal, Ángel Barrios y un jovencísimo Andrés Segovia. El compositor Manuel de Falla también frecuentó aquellos encuentros, aunque en muy pocas ocasiones porque era un maniático de los ruidos. Otro de los más veteranos de aquel jovencísimo grupo era el socialista Fernando de los Ríos, quien fuera ministro de Justicia e Instrucción Pública, y una especie de tutor de los hermanos García Lorca». (Tapia, 2007, Ideal)



 El Rinconcillo era, por tanto, el Café́ Alameda pasado por la experiencia de un plantel destacado en conocimiento y talento, pero el fenómeno rinconcillista se expandía a por lo menos otros dos centros, dos ejes de gran importancia. La taberna de Antonio Barrios, el Polinario, que tenía las circunstancias y la virtud de atraer a los artistas:

 «Don Antonio tenía además tres excelentes condiciones para atraer a los artistas y que le descubrió aquel gran catador de personas, vinos y paisajes, que se llamó Santiago Rusinol. Don Antonio no le ponía agua al vino, sabia apreciar un buen cuadro y era un gran cantaor de flamenco». (Mora, Gr1: 1)

 La taberna de Polinario, lugar de encuentro de artistas variopintos, fue uno de los lugares emblemáticos de la juventud de José́ Mora y su mundo, y por tanto, también lorquianos. Ya desaparecido, pero entonces «había en la Alhambra de Granada, en la breve calle que corre al reparo del recinto amurallado, entre el Palacio de Carlos V y la Torre de la Cautiva, una vieja casa» (Mora, Gr1: 1), que era para todo artista con inquietud, un espontáneo lugar de culto. Cuando la noche caía, el hijo del Polinario, Ángel Barrios, tocaba la guitarra. Mora lo describe físicamente: «alto y corpulento, moreno y de una fisonomía moruna y atávica de abencerraje disfrazado, tenía unos labios gruesos y sensuales que, en la risa, en lugar de alargarse se comprimían y redondeaban, lo que le valió el apodo de "Maestro Pico Redondo"» (Mora, Gr1: 2). Ángel Barrios era un fenomenal músico, con el Quintento Albéniz, formado con peluqueros del Albaicín, grandes aficionados a las guitarras y bandurrias, tocaron en Viena, en Londres, Berlín, París, San Petersburgo o Roma, saliendo de todas esas plazas aplaudidos. Con el cielo claro de la Alhambra, en la terraza, Ángel Barrios bajaba la guitarra, y con el cante de su padre ofrecían un rato de buen flamenco. Una de esas madrugadas, con Lorca y Mora por allí́, tiempos en los que Federico transitaba del pentagrama al verso, sucedió un encuentro destacable:

 «personas que habían escuchado desde la calle, solicitaban la gracia de entrar. Pasaron y se presentaron: eran el pintor Andrés Vázquez Diaz y su esposa escultora sueca o noruega, el paisajista Gustavo Bacarisas, un curioso señor de aspecto rebosante y eufórico poeta que escribía dramas históricos en francés y se llamaba MacKinlay, y un humilde caballero al que acompañaba una señora muy parecida a él, ambos modestamente vestidos y de una timidez e insignificancia física notables, que se quedaron un poco arrinconados y callados para presentarse los últimos: él se llamaba Manuel de Falla y la mujer era su hermana María del Carmen». (Mora, GR1: 3)

 El “museo” taberna de Polinario, pues fue haciéndose una autentica galería de barra y salón, en especial gracias a los cuadros que los pintores le regalaban, tuvo una influencia mutua con el Rinconcillo: «se convirtió en algo así como el cenáculo espontáneo de una generación. Esto por lo que se refiere a la Alhambra y a la concentración de las preocupaciones musicales y pictóricas» (Mora, GR1: 2), y, gracias a aquel lugar, conocieron a don Manuel de Falla. Precisamente la llegada del compositor, que si encontraba una casa propicia y humilde, por la modesta situación económica, se quedaría en Granada a vivir, siendo a la postre otro de los lugares icónicos del Rinconcillo como experiencia:

 «su casita de la Antequeruela Alta, situada también en la colina roja de la Alhambra, pero al otro borde de la ladera, teniendo al frente la cuenca del Genil y la fantástica gradería de ocres, azules y blancos purísimos de la Sierra Nevada, fue desde entonces su definitiva residencia». (Mora, GR1: 3)

 La casa de Falla era el tercer lugar, un nuevo centro del grupo, al que podríamos también denominar de gran rinconcillismo, donde se concentraba «otro núcleo de inquietud y de fervor de Granada». (Mora, GR1: 3). El té de Falla era a las cinco de la tarde, a esa hora su hermana preparaba tostadas de manteca, mientras que don Manuel liaba con esmero un pitillo:

 «preparaba concienzudamente un cigarrillo abriéndolo por un lado e introduciéndole un trocito de algodón con la ayuda de un palito de dientes, afilándolo por el otro lado para que ardiese mejor. Eran precauciones de cuya eficacia estaba tan convencido como de los secretos más complicados del contrapunto y la composición». (Mora, GR1: 5).

 Después, en la planta de arriba, en el piano frente al balcón, Falla tocaba piezas de su gusto, y al final de la tarde, con el clima de las despedidas, tocaba otras más livianas: «para desintoxicarnos de la música seria, nos tocaba, con malabarismos y virtuosismos de gran pianista “El Vals de las Olas” o “El Carnaval de Venecia” ... que comentaba y tarareaba riendo ruidosamente» (Mora, Gr1: 5).

Ruiz Carnero sobre José Mora:

 «Mora Guarnido es, pues, un futuro conquistador, uno de esos hombres de recio temple espiritual, de ánimo sereno y cerebro sólido que se abren paso gallardamente por los senderos de la vida, provocando protesta de los débiles, la injuria de los cobardes y la amenaza inútil de los caídos. [...] Así pues este muchacho escritor algo huraño es un tanto rebelde, no tendrá muchos amigos... En el fondo de su alma hay un sano optimismo. Tiene una clara visión de las cosas [...] Viene al mundo de las letras limpio de esas enfermedades infecciosas de los intelectuales anémicos. » Ruiz Carnero, C. (1915). (El libro de Granada, I. Los Hombres, p. 12-14.)

En el próximo artículo: La amistad de José Mora y Federico García Lorca

«Caminaba yo una tarde, en mi acostumbrado paseo por la calle de los Reyes Católicos, cuando se me acercó un jovencito – tenía dos años menos que yo – y me detuvo preguntándome: “¿Es usted José Mora Guarnido?”» (Mora, 1953:46).

Fotos:

Foto de Manuel de Falla: “A Pepe Mora Guarnido, con un abrazo desde Granada. Manuel de Falla. XII 1932

@Archivo Alcides Giraldi – Fondo José Mora Guarnido (JMG-DC-309)

 

 



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