El Camino de Ezequiel, II. La historia de Aurelio, el arriero


Existió un histórico sendero empedrado que unía la Comarca de Alhama de Granada con la Axarquía malagueña, conocido como el Camino de Ezequiel. 

 Tomó su nombre por el afanoso peón caminero que dedicó su vida a mantenerlo en buen estado. Esta es la historia de Aurelio, un arriero de casta que recorrió ese camino ancestral durante muchos años.

Imágenes de Salares, uno de los pueblos blancos de la Axarquía malagueña
 
 Conocimos a Aurelio Martín Crespillo el 5 de julio de 2020. Nuestro hombre era muy mayor y, dadas las especiales circunstancias del momento –sumidos todos en el agujero negro de la pandemia–, resultaba imperativo entrevistarlo por si más adelante no fuera posible. Y menos mal que así se hizo. Quedamos una buena mañana a la vera de su casa y su lagar, en el pintoresco pueblo blanco de Salares –en la cara suroeste de Sierra Tejeda–, junto con un pequeño grupo de amigos y familiares suyos que querían acompañarlo. Nos acomodamos en una agradable placetilla empedrada, a cierta distancia del anciano arriero, y dejamos que su mente y su corazón, ligados a una infinitud de recuerdos, retrocedieran muchos años atrás. A sus noventa y dos años Aurelio era un narrador nato que disfrutaba desgranando detalles de su vida –fue arriero pero también porquero, pastor, aceitunero, espartero, leñador, segador, pasero, viñatero y labrador–, y se expresaba de forma tan amena que seducía a quien lo escuchaba. Era innegable que estábamos ante un hombre enérgico, risueño y optimista de nación, con un particular sentido del humor, que a casi todo le encontraba la gracia. Escuchamos absortos su relato, durante el cual no dejó de sonreír, mientras recuperaba para nosotros algunos de sus recuerdos más preciados. 

Aurelio Martín Crespillo
Uno de los momentos de  la entrevista
Otro momento de le entrevista con Aurelio

 Aurelio comenzó su historia por el final: afirmaba que, aun siendo viejo, le encantaba labrar el campo y que sólo el hecho de echarse la escardilla al hombro, ir dando un paseo hasta sus hazas y cavar un rato aquí y otro allá le alegraba el día. Y que no era esta su única afición; disfrutaba también cuidando de sus animalillos –unos conejos, un cerdo, unas gallinas y hasta hacía poco una mula, por hacer honor a sus tiempos en la arriería– y paseando por las calles de su pueblo, cada vez más solitarias, ay, y por los campos circundantes. Que hasta los ochenta años estuvo bregando con todo ello, pero llegó un momento en el que si la mente le decía “arre”, el cuerpo le decía “so”, y tuvo que parar. Que, como otros salareños, tenía su propio lagar, en el que producía un vino de cierto renombre que vendía a quien estaba interesado, pero que lo que más le gustaba era compartirlo con su familia y amigos, y también convidar a todo el que pasaba por delante de su puerta y tenía ganas de echar un rato de conversación. Como viñatero local de tronío le gustaba apurar su vasillo de vino de un trago, chasquear la lengua con gesto complacido y declamar luego –a modo brindis oficioso y burlón– con voz recia, campanuda y, tal vez, algo melancólica: “¡Quién se jartara…!” 


 
 Aurelio Martín Crespillo nació en Vélez Málaga –era el tercero de cuatro hermanos– en el año 1929, pero su familia se mudó al pueblo del padre, Salares, cuando el pequeño tenía once meses. Por entonces Salares era un pueblo campesino, dinámico y laborioso donde la vida rebullía en cada esquina –contaba con unos 1500 habitantes de los que la mayoría eran niños y jóvenes; hoy se ha convertido en la población más despoblada, valga el triste juego de palabras, de la provincia de Málaga–. Como casi todos niños de su época y más aún en el medio rural, Aurelio no fue a la escuela ni lo justo ni lo necesario, ya que a los pocos meses de empezar las clases su madre habló con el maestro para excusar al hijo: él y sus hermanos eran huérfanos de padre y todos debían apoyar la economía familiar. El pequeño apenas tuvo tiempo de malaprender a leer y escribir, ya que a los ocho años estaba guardando los cerdos del pueblo. Le pagaban una gorda diaria por animal, de manera que si custodiaba diez gorrinos, ese día ganaba diez gordas –nada menos que una reluciente peseta– que, desde luego, hacía mucha falta en su casa.

Salares, año 1934. En la imagen se aprecia una de las veredas arrieras de la época (Fotografía, archivo Temboury)
La mirada firme y expresiva de Aurelio ya apuntaba maneras, incluso desde muy pequeño

 A partir de los once años lo pusieron a trabajar en las viñas que rodeaban el pueblo, cortando sarmientos en haces para el fuego y recolectando racimos; también pisaba uvas para hacer el vino, tradición muy arraigada en toda la Axarquía –Salares contaba en esa época con diecisiete lagares–. Solían hacerse dos pisas diarias de uva, una por la mañana y otra por la tarde, de varias horas de duración cada una. Por una jornada completa de trabajo –veinticuatro horas con sus correspondientes descansos– se pagaban cincuenta pesetas, así que Aurelio, que ya desde niño se reveló como un trabajador infatigable y voluntarioso, soportaba horas y horas de ardua faena con tal de llevar más dinero a su casa. Los pisadores de uva tenían un trabajo agotador, razón por la que desayunaban generosos platos de gachas de maíz y guardaban una ración dentro de una talega para alimentarse durante la jornada laboral, en palabras de Aurelio, “para estar todo el día mantenidos”. Pero aun así a él, carniseco pero buen comedor de por sí, le ladraba el estómago casi a todas horas.

Viñas y paseros en la Axarquía, año 1935 (Fotografía, archivo Axarquía Viva)
Viñas de Salares en la actualidad (Fotografía de José María Ramos González)

 A cada día, su afán. Y a cada edad sus obligaciones, más exigentes conforme los niños se iban haciendo mayores. Al cumplir los catorce años enviaron a Aurelio a segar por primera vez. En los años que siguieron a la Guerra Civil la vida era especialmente difícil en los pueblos de la Axarquía pues, enclavados en plena sierra, contaban con poca extensión de terreno fértil. Por ello cuando llegaba el mes de junio la comarca axárquica se quedaba sin hombres: Cómpeta, Árchez, Sedella, Canillas de Aceituno, Canillas de Albaida, Alcaucín, Corumbela y Salares, entre otros pueblos, enviaban un sinnúmero de cuadrillas de segadores a las feraces sembraderas de Granada, donde océanos interminables de trigo, cebada, avena, avenate, lino, centeno, yeros, garbanzos, lentejas, habas y maíz esperaban a ser cosechados. Aurelio liaba su hatillo y ponía rumbo, junto a algunos familiares y amigos –todos ellos a pie enjuto, porque ninguno tenía dinero para costearse una bestia– a su nuevo destino laboral. 

 Los segadores marchaban por antiguas e históricas veredas, unas pecuarias y otras arrieras, andando a soles y a lunas mientras cubrían largas distancias. Veredas como la del Barranco Piletas, la de Fogarate, la del cortijo Picaricos y la de Marchena, que convergían en el cruce de Fuente Fría. Aurelio y sus compañeros salían al romper el día para tomar el camino de Alhama de Granada, adonde llegaban sobre las once de la mañana; hacían una parada para engullir un bocadillo y un trago de vino de lo que llevaban en sus alforjas, y vuelta a andar hasta alcanzar Cacín, al que arribaban ya de noche. Solían parar en una posada para dormir; en el mismo cuarto para todos se tendían sobre el suelo con unas mantas por encima, y a pasarla como mejor se pudiera. Al amanecer del día siguiente a caminar de nuevo; atravesaban Cijuela, Romilla, Chauchina y Trasmulas, en la comarca de la Vega de Granada, hasta detenerse dondequiera que fuesen a trabajar esa temporada. El periodo de cosecha solía durar un mes, durante el cual las cuadrillas compartían caminos, faenas, calores, almuerzos, noches al raso y, también, amistades y confidencias. 

Segadores en plena labor (Fotografía, archivo ABC)

 Antes de que se hiciera de día estaban ya en faena, el espinazo doblado sobre ejércitos de cereal granado ondulando al viento. Sobre media mañana hacían una breve parada para ingerir una comida que solía consistir en migas y un gazpacho claro que, a menudo, sólo era agua con aceite, vinagre, sal, ajo y unos trozos de pan, porque no siempre se disponía de tomates y pimientos. Los segadores tomaban parte en la clásica rueda de la cuchara: una de migas, una de gazpacho y paso atrás. Había que comer pulcramente y no invadir el lado del compañero, y cuando el manijero clavaba la cuchara en la sartén ya no se comía más: lo mandado era repartir las viandas con la siguiente cuadrilla, y procurar que unos no tuvieran ventaja sobre otros. Este ritual seguía leyes muy antiguas que no estaban escritas, pero que todos conocían bien, por la cuenta que les traía. Y luego vuelta a la tarea bajo un sol bravío, que golpeaba sus espaldas como un yunque de fuego. Eso sí, todas las noches se hartaban de puchero de garbanzos con tocino y pan de trigo, auténticos manjares que en sus pueblos de origen eran casi impensables, y menos aún a diario. Cuando amanecía lluvioso no descansaban sino que trenzaban ramales de esparto para atar las gavillas, y así iban pasando los días. El primer año que Aurelio fue a la siega ganó trescientas pesetas limpias, una pequeña fortuna que a él le compensaba tanto esfuerzo, tan lejos de su casa. 

 Los años y el trabajo duro lo convirtieron en un perseverante muchacho que asumía sin rechistar toda la faena que se le presentase. Durante una de aquellas temporadas de siega Aurelio conoció a una niña de Romilla que acudía a llenar sus cántaros a la misma fuente que los esforzados segadores. “Era rubilla, de ojos grandes, chatilla, rellenilla y coloradilla de tez”, recordaba él. Natividad Calvo –Nati para todos– enamoró en cuatro días al sentimental Aurelio, que no desperdiciaba una ocasión para verla, aunque fuese un momento: tanto iba y venía a la fuente que el manijero terminó llamándole la atención. Visto lo visto y sabedor de que ella le correspondía, Aurelio decidió casarse con Nati cuando volviese del servicio militar. 

Aurelio durante su servicio militar

 Fue llamado a filas en el año 1950 y pasó los dieciocho meses de rigor en Jaca (Huesca). A la dureza de la milicia en los primeros años de la dictadura franquista había que sumar el hambre y el frío descarnado que soportaban los soldados durante el largo invierno pirenaico, nevando durante semanas enteras, hasta el punto de que tenían que cambiar el fusil por la pala y cavar en la nieve para poder moverse por el cuartel y salir de las garitas. Nada importaba; todo lo aguantaba Aurelio con ánimo gracias a su carácter alegre y su fortaleza física. Pero, sobre todas las cosas, lo que le ahuyentaba los pesares era el recuerdo de Nati, la rubilla del sol en la mirada; su calor para los días fríos. Cuando se licenció, el muchacho voló más ligero que el viento a Romilla para reunirse con ella. Pero la torre de ilusiones que había cimentado en los últimos meses se le vino abajo en un segundo cuando supo que, mientras estaba en Jaca, ella había enfermado y muerto por una malhadada apendicitis. La vida, a veces, traía estas amarguras… Aurelio la lloró sinceramente y decidió no volver a hablar de aquella historia que pudo haber sido y nunca fue.

Cartilla militar de Aurelio Martín Crespillo

 Regresó a Salares pensando en dedicarse a la arriería, como tantos vecinos del suyo y de otros pueblos cercanos. Necesitaba un cambio, conocía los caminos a la perfección y el oficio le gustaba, así que invirtió parte de sus ahorros en un burro con muy buena pinta –le costó la nada desdeñable cantidad de mil quinientas pesetas; por entonces, trabajando un mes de segador, cobraba seis mil–. Pero el primer día que fue a aparejarlo descubrió ¡oh, sorpresa! que su burro, además de ser terco y resabiado, le mordía con saña cada vez que se acercaba. Para mejorar el panorama, Aurelio comprobó –mal negocio para un arriero– que al pollino no le gustaba subir cuestas, y menos aún yendo cargado. Confiando en que al animalito se le pasarían pronto los caprichos, salieron a las veredas a mercadear. Mas no cambió la cosa y el circo diario que ofrecían ambos era digno de ver: mientras otros arrieros subían y bajaban por los puertos de montaña conduciendo a sus dóciles bestias cargadas de mercancía, nuestro arriero novato se pasaba el día batallando a grito pelado con su burro, trompicando los dos por el sendero mientras el muchacho hacía juegos malabares para no perder el género entre respingo y respingo. Para redondear la faena, su tozudo animal iba rebuznando a los cuatro vientos con toda la fuerza de sus pulmones, como si pretendiera dejar sordo a su dueño.

 Contaba Aurelio que quienes se cruzaban con ellos empezaban a reírse ya desde lejos y no paraban hasta que amo y asno trasponían el horizonte envueltos en una batahola de voces, rebuznos, gañidos y pendencias sin fin. Escarmentado para rato, Aurelio terminó vendiendo esa prenda a un vecino de Canillas –a quien, según se supo tiempo después, el asno también hizo pasar las de Caín–. Con el dinero recibido adquirió una mulilla joven, pequeña de tamaño y de capa alazana, noble y apegada, a la que llamó Chica, que muy pronto se convirtió en su mejor baza. Con ella cumplió eficazmente toda su etapa de arriero, a lo largo de veinte provechosos años. Aurelio y la Chica formaban un equipo perfecto: llegaron a entenderse sin palabras y se hicieron famosos en la comarca por su formalidad y gran capacidad de trabajo. 

Aurelio por las calles de Salares (Fotografía de Sebastián García Acosta)

 Una de sus rutas de arriería más frecuentadas era la del Barranco de las Piletas, la conocida quebrada que se abre de norte a sur en la cara granadina de Sierra Tejeda. Un sinuoso camino empedrado la recorría en toda su extensión subiendo, bajando y cruzando el río incontables veces en un bien trazado zigzag; un recorrido casi legendario que hoy está perdido bajo aludes de piedras y marañas de zarzales. Sólo quienes pasaron por allí en sus buenos tiempos podían dar fe de que ese camino al Puerto de Sedella nada tenía que envidiar a otros como los de los Puertos de Cómpeta y Frigiliana. Finalmente las carreteras modernas y los nuevos medios de transporte lo relegaron al olvido. Ese itinerario era conocido como el Camino de Ezequiel porque estaba al cuidado de un hombre tan sencillo como afable y capaz, originario de Árchez, Ezequiel Martín Caños quien, durante los meses del invierno, se encargaba del mantenimiento del empedrado de aquella importante ruta arriera a cambio de unas monedas, un trozo de queso, una hogaza de pan, una talega de garbanzos o un poco de lo que llevasen los viajeros en sus alforjas. Tan limpio y arreglado estaba ese sendero que personas y caballerías podían recorrerlo entero con total seguridad incluso en plena noche, porque el propio camino, tapizado a la perfección con piedras blancas, guiaba los pasos del caminante.

El Barranco de las Piletas, en la vertiente granadina de Sierra Tejeda (Fotografía de Mariló V. Oyonarte) 

 El último cabo de la cuerda formada por los antiguos viajeros que habían recorrido el Camino de Ezequiel era Aurelio, porque lo que decía su voz lo habían visto sus ojos. Ni con la lejanía de los años olvidaba nuestro hombre un detalle, y continuaba su relato explicando que subió y bajó durante mucho tiempo por esa senda centenaria, detrás o delante de la Chica cargada hasta los corvejones, calzado con unas albarcas –otros arrieros preferían las agobías de esparto, más cómodas pero menos resistentes–; solo o en compañía; con todas las lluvias y todos los vientos; bueno y también a veces malo porque no quedaba otra, que todo era ponerse y paso por paso, como cualquier cosa en la vida. Que en ese tiempo las veredas estaban bien acondicionadas pero tenían mucho polvo y volvían emborrizados, porque al ser las únicas vías de comunicación entre los pueblos de la sierra y el ir y venir era continuo.

 Aurelio evocaba sus años de arriero como los mejores de su juventud. La Chica era famosa entre sus iguales por diestra y obediente: su amo la había enseñado, con sabiduría y paciencia, a enfilar senderos, sortear pedrizas y escalar laderas sin pararse ni dudar. El animal obedecía su voz y hasta su mirada sin mover un guijarro de la senda: incluso yendo muy cargada avanzaba segura por riscos y navas, como flor que era de la albeitería. Aurelio fue testigo de la construcción de la presa de Los Bermejales y de la inundación lenta e inexorable de aquella fértil llanura salpicada de cortijos y molinos. Asimismo escuchó a lo lejos los disparos de los enfrentamientos entre los maquis y la guardia civil –y daba gracias por no haberse topado jamás con ninguno de ellos–; también sufrió el atraco de pobres hombres que se cubrían la cara con un pañuelo –los caras tapadas les llamaban– y sorprendían a los viajeros, a los que pedían una parte de lo que llevaban por aliviar algo su necesidad. Los arrieros se conocían entre sí y establecían amistades que duraban toda la vida. Solían iniciar sus rutas muy temprano, en la oscuridad profunda que precede al alba, repechando unos detrás de otros charlando unas veces, riendo o incluso cantando otras y, con frecuencia, en completo silencio porque también gustaba escucharse a uno mismo. 

Agobías de esparto, calzado que usaban antiguamente pastores y arrieros

 Tenía Aurelio presente al bueno de Ezequiel, siempre azada en mano reparando algún desperfecto del camino con los pies empapados y las manos rojas de sabañones, invariablemente amable y servicial; también a Carmen, aquella mujeruca menuda, delgada y triste, que hacía su ruta desde Salares doblada bajo el peso de un saco de naranjas para venderlas en Alhama de Granada. Aurelio y la Chica llevaban a los pueblos granadinos uvas, naranjas, melocotones, chumbos, pasas, higos, vino, boniatos y pescado, y regresaban a la Axarquía con harina, garbanzos, lentejas, habichuelas, trigo y otros cereales en grano, lana de oveja y sacos repletos de pan de Alhama, que gozaba de excelente fama y se vendía muy bien. Algunos arrieros terminaron pasándose al estraperlo y montaban tiendas clandestinas en sus propias casas para vender a mejores precios la mercancía que portaban; él no quiso entrar en eso. Aurelio narraba que, como otros compañeros, llevaba y traía de vez en cuando, por orden de la guardia civil, la correspondencia de los guardias destinados en el destacamento del Cerro Lucero, algunos de los cuales tenían novia en Salares. Mencionaba, por demás, la respetuosa cortesía de las gentes de antes, que se saludaban sin cortedad las veces que hiciera falta y se deseaban buen viaje mirándose a los ojos. Y revivía con agrado las noches que le tocaba dormir bajo las estrellas con la cabeza recostada sobre el aparejo de la Chica, una manta por encima, su mulilla echada un poco más allá, el cargamento del día colocado a buen recaudo y sus sueños de muchacho sobrevolando el campo anochecido.

Aurelio y María Luisa, de novios

 Y es que la vida seguía su curso y Aurelio se había vuelto a enamorar, esta vez de una guapa salareña llamada María Luisa, hija de un arriero, como él. Sus padres la habían prometido a un hombre bien situado económicamente pero de quien ella no había conseguido enamorarse, y la muchacha se había dejado llevar por no desairar a su familia. Mas en cuanto Aurelio le habló de sus intenciones, María Luisa no dudó un momento y se enfrentó a todos porque para ella, que tenía muy claro lo que debía ser primero en la vida, ya no existía hombre que pudiera igualar la honestidad, bonhomía, sentido del deber y, por qué no, el gracejo de su joven y humilde arriero. Aurelio y María Luisa se casaron por amor en el año 1958, y desde entonces los dos fueron uno solo. Todas las ilusiones del hasta entonces solitario muchacho, a quien ahora le sobraba el mundo, se concentraron en su mujer –su ángel, su todo, su otro yo–. Y, a decir de muchos, no existía en Salares un matrimonio más alegre y mejor avenido que aquél.

Aurelio y María Luisa saliendo de la iglesia de Salares el día de su boda

 Aurelio continuó un tiempo trabajando en la arriería hasta que se dio cuenta de que ya no le compensaba pasar los días y las noches alejado de su casa. El cariño de María Luisa y la calidez de un hogar estable pudieron más que el gusto por su profesión, y retiraron de los caminos a nuestro arriero vocacional, que disfrutaba por fin de todo lo que había anhelado desde siempre. Dispuesto a cambiar de actividad compró unos terrenos cerca del pueblo y se convirtió en labrador y viñatero. Para pagar aquellas tierras tuvo que hacer un último sacrificio –qué más le daba, a esas alturas y en sus circunstancias era capaz de todo– y viajar a Suiza durante unos meses, donde trabajó a destajo en una fábrica, incluso doblando turnos, para reunir cuanto antes el dinero que necesitaba y regresar. Una vez logrado su propósito, Aurelio se dedicó en cuerpo y alma a su familia, sus cultivos –olivos, viñas, almendros y huerta–, sus animales y a ir regalando por todo Salares los excedentes de sus cosechas, ya que en su casa eran dos y gastaban poco. Y, aunque él y su mujer no llegaron a tener hijos propios, jamás se sintieron solos porque conocieron la dicha de verse siempre rodeados de familiares y amigos.

Aurelio en el tiempo que trabajó en Suiza, años 1970 y 1971
Aurelio y María Luisa, año 2007

 Aurelio y María Luisa se hicieron mayores sin separarse un momento y sin perder un ápice de su alegría, generosidad y sentido del humor, cualidades que les granjearon el cariño sincero de quienes los conocieron. Hasta que cumplió los ochenta años, Aurelio continuó al cargo de sus tierras y sus animales –entre los que no faltaba una mulilla, porque su alma seguía siendo arriera–. Cuando el anciano matrimonio ya no fue capaz de cuidarse solo quedó al cargo de su sobrina Mari Carmen, que fue para ellos igual que una hija. María Luisa falleció en el año 2013, llevándose con ella la alegría de su casa y gran parte de la vitalidad de su marido, aunque, por fortuna, no toda. Ya viudo, Aurelio pasaba los inviernos plácidamente instalado en la casa de su sobrina en Torre del Mar, donde hizo muchos amigos –cómo no– relatando sus aventuras y desventuras de caminante de todos los caminos. Retornaban a Salares cada verano, donde seguía al tanto, ya a través de terceros, de sus hazas, de las novedades del pueblo y de su preciado lagar –uno de los pocos lagares tradicionales completos que quedan en Salares, que Aurelio había heredado de su padre y éste de su abuelo; una auténtica reliquia del pasado viñatero de la comarca axárquica, que incluye además un antiquísimo horno. Actualmente se encuentra en proceso de estudio y datación por expertos en patrimonio rural–. 

El lagar de Aurelio es un genuino viaje al pasado viñatero de la Axarquía 

 Conservaba algunas costumbres de arriero clásico, como desayunar un tazón de café migado con pan de hogaza porque –aseguraba– todos los que han estado de continuo al hambre tienen al pan por el mejor alimento. Y pasaba sus días sentado al resolillo de la placeta empedrada, mirando la gente pasar; seguramente echaba de menos los tiempos en que campeaba junto a la Chica por la sierra, bajo aquellos cielos sin ruidos de motores ni estelas de aviones, como un techo prístino e ilimitado. Lamentaba lo mucho que había cambiado la vida en Salares. “Yo he visto despoblarse, o casi, este pueblo; irse vecinos de toda la vida y venir otros nuevos, forasteros. También he visto levantar olivos, almendros y viñas para cambiarlos por aguacates, que ahora están por todos lados”, decía. Y no le faltaba razón: en el tiempo que vivió –casi un siglo– un mundo, el que él conocía, se ha extinguido y no volverá. 

 ¿Qué sucede con lo acontecido y lo vivido, con lo que el futuro no tiene en cuenta ya? La vida de Aurelio, el arriero de Salares, y todas las vidas pasadas, exclusivas e irrepetibles, reviven como un fogonazo mientras son relatadas por sus protagonistas. Si no se recuperan esas historias se apagan para siempre; por ello merecen trascender. Tiempos viejos ha habido siempre; veámoslos hoy con una conciencia renovada, que los haga brillar como si fueran de oro puro. Porque nada podrá pagar el precio de las cosas perdidas…

 Aurelio Martín Crespillo se encontró con su muerte, sin esperarla, a los seis meses de nuestra entrevista, el 11 de enero de 2021. Fue enterrado en Salares junto a María Luisa –tenía que ser así–: ambos se quisieron más allá de la vida y se seguirán queriendo donde estén.

Aurelio y su mula volviendo a casa con la cosecha del día

Post Scriptum

 Aurelio, por desgracia no has podido ver tu historia publicada, con la ilusión que te hacía; tu fallecimiento y otras circunstancias lo han impedido hasta ahora. Pero nunca es tarde si la dicha llega, ya lo ves. Tu sobrina Mari Carmen y tu amigo José María me han contado que disfrutaste enormemente de la entrevista, y que durante muchos días anduviste hablando de ella tan emocionado que hasta parecías más joven –o menos anciano–. Pues mira, tu testimonio –tanto más valioso cuanto más pasado– ya es un texto escrito que nos permitirá volver al instante en el que todas estas cosas sucedieron; antes de que el tiempo, como si no tuviese más propósito que el olvido, volase implacable dejando memorias, y nombres, y risas, y llantos, y días y noches olvidados a la orilla del camino. Tu relato vive ahora y vivirá siempre, pues cada vez que leemos una historia, la habitamos. Gracias, amigo.

Aurelio Martín Crespillo (Fotografía de Mariló V. Oyonarte)

Accede desde aquí al primer artículo de "El camino de Ezequiel".

Escrito por Mariló V. Oyonarte.
Fotografías: Carlos Luengo y archivo de la familia Crespillo.
Con la colaboración de: María del Carmen Crespillo Azuaga y José María Ramos González.

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