En un país de raigambre tan genuinamente rural como es España, en el que usos y costumbres tradicionales se han conservado intactos a lo largo de los siglos, los cortijos –nuestras bellas casas de campo andaluzas– también forman parte de un patrimonio etnográfico que merecería la pena conservar.
Una vieja casa derruida en lo alto del monte, una escombrera casi; un cortijo cualquiera de los muchos que desafían al olvido aguantando como pueden, envueltos en soledad y silencio, evoca –¿quién podría asegurar que no lo hace?– tiempos mejores. Tiempos en los que los hombres moraban en la sierra, la llenaban, trabajaban y guardaban; en los que dependían por completo de ella, y la respetaban, y la conocían y sabían de sus secretos. Tiempos, desde cierto punto de vista –un ancestral punto de vista–, más civilizados.
Como cuando, por ejemplo, el verano estaba rematando y apenas se notaba en las laderas de media y baja altura, donde el bochorno continuaba, pero arriba, en cotas cimeras, la otoñada anunciaba ya que estaba a punto de colarse por los portillos. Quienes mejor lo presentían eran los habitantes de los cortijos asentados cerca de las cumbres, porque de noche y quedamente, así como quien no quiere la cosa, un airecillo helador iba traspasando las rendijas de las ventanas y obligaba a los durmientes a echarse por encima, entre tiritones, mantas y cobertores. Fuera de las casas las mañanas iban escarchando y el sol tardaba más en entibiar el aire, no como unas semanas atrás, que picaba rabioso en la cara al poco de despuntar por el horizonte.
Cuando, por ejemplo, los pastores y el ganado, errantes durante las semanas del estío allá en los pastos de altura, también eran conscientes de que el cambio de estación andaba en ciernes. Ya no faltaba mucho para que comenzasen su regreso al abrigo de los corrales para pasar el invierno, cosa que alegraba particularmente a los hombres y sus perros, a quienes la permanencia continuada en campo y cielo abiertos se les hacía muy larga –cuatro meses cumplidos si no más, según viniera el año de caluroso–. Un tiempo aquel durante el cual no bajaban al pueblo o a los cortijos donde tenían a sus familias más que cada dos o incluso tres semanas, y eso lo justo para recoger la muda de ropa limpia, reponer las bolsacas de panes, tocino y chacina seca, queso, arenques y, con algo de suerte, naranjas o uvas pasas de las que subían los arrieros procedentes de la costa. También aprovechaban para ver a los suyos y retomar conversaciones con las novias.
Entrada al cortijo, en la actualidad |
Entrada al cortijo de la Loma de Ubares, mediados de los años sesenta del pasado siglo |
Cuando, por ejemplo, las labores de cosecha del cereal y recogida de las hortalizas también andaban muy adelantadas. Entonces los labradores, como la necesidad siempre apremiaba, empleaban su mucha ciencia en aprovechar al máximo cada porción de terreno incluso allí donde meramente se asentaba un palmo de tierra, acomodando la siembra a las características del bancal: que había agua de sobra, pues se ponían unas matillas de tomates, de pimientos, de cebollas o de sandías; que se trataba de tierra de secano, pues se plantaba otra cosa. La cuestión era sacar provecho. Si unas tierras eran buenas para dar trigo, centeno, yeros, avena y cebada, otras lo eran para los garbanzos, las lentejas, las habichuelas, las patatas y los frutales de varias clases. No quedaba parcela sin rendimiento por pequeña que fuera y, si había espacio, hasta la orilla del monte se apuraba para cultivar un puñado de ajos o segar el mismo pasto que crecía silvestre, que luego serviría para dar de comer a los animales.
Cuando, por ejemplo, las familias que ocupaban los cortijos –muy blancos entonces, y unidos unos con otros por bien mantenidas veredas– se sostenían con los mil recursos de la sierra, que siempre reservaba faena a todo el que la precisara: el pastoreo, la caza y la pesca, la recolección de leña, piña, lastón, palmito, esparto, frutos silvestres o hierbas medicinales, la producción de cal y carbón, la resinación del pinar y, claro está, el cultivo de las tierras que se prestaban a ello. Junto a cada vivienda se levantaban un horno y un corral y, algo más allá, el gallinero, las conejeras y la zahúrda de los cerdos, todo bien a mano para alimentar a los animales caseros con los desechos de la cocina –se aplicaban la economía circular y el reciclaje en el más literal sentido de la palabra, que todo estaba ya inventado–. Porque nada se perdía. Convenientemente alejadas de las zonas de paso, unas colmenas hacían las delicias de todos cuando llegaba el momento de recolectar la miel. En el río, que no solía quedar muy lejos, los cangrejos y las truchas que se dejaban atrapar completaban la dieta. Las familias campesinas salían adelante conformes y sin pedir mucho más a la vida, pues pobres serían pero, recogidas en sus casas y sus campos, nada esencial les faltaba.
Horno del cortijo. Abajo su interior, que se conserva intacto |
Cuando, por ejemplo, caían las primeras lluvias, que ablandaban la tierra y la volvían dócil a la reja del arado. Las yuntas de mulos y bueyes convertían los campos recién labrados en esponjosos lienzos de terciopelo marrón, listos para recibir el agua que luego haría germinar las sementeras, ya bien asentado el otoño. Los aguavientos anunciaban que estaban cercanos los fríos mayores del invierno: días de nubes densas que abrían pasillo a las borrascas del oeste y noches de aire, agua, nieve y granizo en las cotas serranas, que forzaban a las familias a refugiarse en el tibio interior de sus hogares durante muchas horas. Porque el invierno, sigiloso, gustaba de presentarse en la madrugada y era a la mañana siguiente, cuando los campos amanecían escarchados y las cumbres moteadas de nieve, y el aire era tan gélido que al respirar congelaba hasta las intenciones, cuando quedaba claro que el invierno profundo había llegado. Terminaban de despojarse los árboles de hojas muertas, se cuajaba el agua de las fuentes y la tierra labrantía, helada y dura como el pedernal, aprovechaba para tomarse su descanso anual.
Cuando, por ejemplo y casi sin que nadie se diera cuenta, iba abriendo la primavera. El aire se templaba perceptiblemente y los animales salían de sus dormideros invernales. La sierra olvidaba su sobriedad y se transfiguraba, cubriéndose con pequeñas flores de todos los colores: doradas como metal bruñido, blancas como una nube de verano, rosadas como la cara de un niño, azules como un día feliz, rojas como la ira, púrpuras como algunas puestas de sol. Y era con las lluvias de marzo y abril que de cada gota de agua y de cada semilla brotaba una brizna de hierba que crecía rápidamente, casi a ojos vista, y en poco tiempo los campos de cereales semejaban gruesas alfombras verdes. Los rebaños retornaban a herbazales y chortales repletos de pasto nuevo, mientras que lluvias y soles alternados convertían el campo en un próvido vergel: los plantíos granaban, floreaban los frutales y se enjambraban las abejas. Las casas entonces, casi alegres, abrían puertas y ventanas de par en par a la luz blanca y al aire limpio y renovado.
Y cuando, por ejemplo, con el paso de las semanas, el alargamiento de los días y el ascenso de las temperaturas por el sol encumbrado en un cielo sin celaje, los cultivos se volvían de color rubio oscuro y el viento jugaba a despeinar los tallos del cereal espigado; señal inequívoca de que era verano un año más y, un año más, era también el tiempo de la siega y de llenar hasta arriba trojes, graneros, pajares y cocinas, completando el ancestral círculo agrario de las estaciones, que rueda –¿lo hará siempre?– alrededor de los hombres, sus animales, sus hogares y sus campos, en un ciclo sin fin.
La vieja casa de la que hablábamos –que podría ser cualquiera; esta es el cortijo de la Loma de Ubares–, tan descompuesta que en la actualidad no cuenta más que con unos metros lineales de muro caído, apela con añoranza a un pasado que ha quedado atrás irremisiblemente. Nos guste o no, es ley de vida. Quién querría seguir viviendo en la soledumbre de la sierra y sus rigores, pudiendo optar por un modo de vida muy distinto en una ciudad bien comunicada y bien abastecida. La última familia que habitó el cortijo de la Loma de Ubares fue la de Pepe Pavía, el resinero, su mujer, Antonia la jameña, y sus catorce hijos. Todos se vieron obligados a abandonar el cortijo tras el incendio de la sierra –el gran “quemao”– de 1975, y finalmente a emigrar y diseminarse por otras provincias. Y todos hacen un hueco en sus agendas para reunirse y visitar anualmente el querido cortijo que albergó a su familia durante tanto tiempo (pronto contaremos su historia).
Hasta casi ayer España fue un país esencialmente rural, donde la vida se acompasaba conforme al ritmo sereno de los días y las noches, del frío y el calor, de la lluvia y de la seca. Esa comunión tan íntima entre hombre y naturaleza dio lugar a una cultura popular basada en sabias tradiciones y costumbres seculares, incluso a un vocabulario propio, conservados amorosamente durante generaciones, que hoy está desapareciendo. Cada día perdemos parte de esa herencia excepcional, y una de las pruebas más palpables es la desaparición de las casas de campo tradicionales. Casas como esta que hoy vemos, antaño una sólida edificación de tres cuerpos y dos plantas y hoy una ruina apenas reconocible. Y como ella, tantas otras.
Desde hace tiempo está de moda apadrinar. Apadrinar implica cuidar, defender y favorecer a algo o a alguien. Se apadrinan niños y adultos sin recursos, animales y plantas en peligro, habitaciones en casas de acogida, proyectos de todo tipo y hasta rocas especialmente curiosas. Qué interesante –y qué significativo– resultaría apadrinar una casa abandonada, especialmente aquellas que se van cayendo piedra a piedra, aisladas, desamparadas –que no olvidadas– allá en la montaña. Un antiguo refrán inglés asegura que “every place has its soul” (cada lugar tiene su alma). Las viviendas significan mucho más que un tejado y cuatro paredes donde cobijarse: constituyen la piedra de toque de las familias, preservan la intimidad, atesoran recuerdos, escuchan conversaciones, guardan secretos y reflejan el modo de vida cotidiano de las distintas generaciones. En el interior de cada uno de los viejos cortijos que nos encontramos al paso cuando salimos al monte comieron, durmieron, rieron, lloraron, amaron, odiaron, nacieron, murieron y, en definitiva, salieron adelante muchos hombres y mujeres. Una casa antigua, casi más que otra cosa, personifica –en el mejor y más amplio sentido de la palabra– un retazo de nuestra historia.
Habitaciones del cortijo, en la actualidad |
Pero, hoy por hoy, debemos poner los pies en el suelo. Se da la circunstancia de que los antiguos cortijos ubicados dentro de un Parque Natural o Nacional se encuentran en una situación especial. De la misma forma que su entorno natural cuenta con todas las garantías de conservación y defensa, ese emplazamiento privilegiado convierte en casi inviable cualquier proyecto de recuperación, dada la restrictiva legislación que se aplica al territorio de los espacios naturales protegidos, además del problema que implicaría conciliar los usos derivados de dicha restauración con los objetivos de protección y asumir posibles daños por responsabilidad patrimonial o masificaciones no deseadas, entre mil cuestiones burocráticas más. Es el caso del cortijo de la Loma de Ubares y de todos los que quedan dentro del Parque Natural Sierras de Tejeda, Almijara y Alhama. Del mismo modo sucede en otros Parques Naturales y Nacionales. Así son las cosas y así debemos aceptarlas, al menos por el momento. Quién sabe si, en un futuro más o menos lejano, se podría llegar a modificar esa legislación y simplificar los trámites, y nuestros hermosos cortijos históricos –o lo que para entonces quede de ellos– consigan una oportunidad de sobrevivir.
Muchas son las personas a quienes les gustaría –nos gustaría– ver consolidados y estables los restos no solo del cortijo de la Loma de Ubares, sino también los de todos los que se resisten a ser un montón de piedras y nada más, después de tanto vivido. Las generaciones venideras, seguro, también nos lo agradecerían.
Cortijo de la Loma de Ubares, mediados de los años sesenta del pasado siglo |
Fotografías de Alberto Tinaut y Mariló V. Oyonarte.
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