Algo, o mucho, había cambiado la enseñanza cuando yo di mis primeros pasos como docente en este apasionante mundo de la formación de niños y jóvenes.
Alguna que otra vez he visitado las modernas escuelas de mi pueblo, Santa Cruz. Alguna que otra vez he visitado las escuelas donde tantos años trabajé, mi colegio del Callejón. Las unas y las otras son luz, son alegría, son vida. Vida sus luminosas aulas equipadas con los más modernos recursos. Vida los pequeños escolares que en este acogedor ambiente dan los primeros pasos de su formación. Vida el equipo de jóvenes maestros que, con una gran formación e ilusionados con su trabajo, se afanan cada día en dar lo mejor de sí mismos.
Con mucha más frecuencia acudo a aquella vieja escuela de mi niñez. Y no es por nostalgia, sino por la necesidad de abastecerme de frutas y verduras o de pescado y carne: lo que antaño fue mi escuela hoy es mercado municipal; y no puedo dejar de recordar en cada visita mis ya lejanos años de escolar. No hay mucho, lo contaba en uno de mis escritos, me acerqué también hasta aquella antigua escuela de Agrón, hoy vivienda particular, en la que pasé largas temporadas. En mi rostro se dibujó una sonrisa al recordar mi traumático aprendizaje de la letra ‘Q’ por el método del varazo, mientras tomábamos el sol en el cercano ‘corral grande’ en una fría mañana invernal.
Cuando, aprobadas las oposiciones y cumplido mi deber militar con la patria, vine a recalar en Alhama
Algo, o mucho, había cambiado la enseñanza cuando yo di mis primeros pasos como docente en este apasionante mundo de la formación de niños y jóvenes. Pero, aun así, andaba todavía lejos de lo que hoy tenemos. Cuando, aprobadas las oposiciones y cumplido mi deber militar con la patria, vine a recalar en Alhama, el encuentro con aquella mi primera escuela en El Robledal despertó, como en un fogonazo, el recuerdo de mis tiempos de escolar en Agrón: el aula era la cocina alargada, con su ventanita enrejada y su chimenea, de un antiguo cortijo. Un mapa de España y un deteriorado encerado eran todo mi material didáctico. La calefacción, leña de encina que encendíamos algunos días de mucho frío. No por ello me sentí incómodo en ningún momento, al contrario, recuerdo aquel año y a aquellas gentes con un inmenso cariño.
Mi destino definitivo, el colegio Conde de Tendilla en Alhama, mejoró bastante mis condiciones laborales. A pesar de sus muchas carencias materiales, el trabajo con alumnos de segunda etapa de la añorada E.G.B. fue para mí sumamente gratificante.
Cómo han cambiado las instalaciones donde hoy se forman nuestros niños y jóvenes. Cuántos recursos didácticos tienen a su alcance los actuales docentes. Docentes que, con una formación mucho más adecuada, no dejan de tener a su disposición los medios para mantenerla siempre actualizada.
Ningún padre se ve hoy obligado a apartar a su hijo temporal o definitivamente de la escuela porque necesite su ayuda en los trabajos del campo o para colocarlo en un cortijo
Pero, sobre todo, y a pesar de las nefastas leyes de educación que se han ido sucediendo, cómo ha cambiado la mentalidad de los padres y de la sociedad en general respecto a la escuela, respecto a la formación que en ella se imparte y respecto a la implicación que todos debemos tomar en la misma. Ahora bien, nunca pensemos que nuestros padres nos querían menos (ya lo he manifestado en otras ocasiones) que los actuales quieren a sus hijos. Simplemente, las circunstancias eran muy diferentes. Ningún padre se ve hoy obligado a apartar a su hijo temporal o definitivamente de la escuela porque necesite su ayuda en los trabajos del campo o para colocarlo en un cortijo por tener una boca menos que alimentar y algún ingreso extra en la economía familiar. Ninguna familia se ve tampoco obligada a apartar a su hija de la enseñanza para llevarla a servir a alguna familia pudiente.
Por unas u otras circunstancias, lo que aquellas familias esperaban de la escuela era muy poquito: que sus hijos aprendiesen a leer y escribir… y las cuatro reglas. Quizá para los más jóvenes convenga aclarar que las cuatro reglas no eran instrumentos de dibujo sino las operaciones básicas de sumar, restar, multiplicar y dividir. Esto tan simple, que ni siquiera estuvo siempre al alcance de todos, se valoraba como algo necesario para los niños que un día irían a la mili y tendrían que escribir a sus padres, sin pasar la vergüenza de tener que recurrir a un compañero para que lo hiciera por ellos o para que leyera las que aquellos enviaban. Por otra parte, también ese niño sería un día el hombre de su casa y tendría la responsabilidad de ajustar las cuentas del grano vendido, del abono que compraba o de negociar con el banco un préstamo para pagar deudas.
Para las niñas saber cocinar, coser y bordar les sería mucho más útil que la lectura, escritura y las cuatro regla
Las niñas, futuras amas de casa, estarían exentas de estas responsabilidades. Así pues, saber cocinar, coser y bordar les sería mucho más útil que la lectura, escritura y las cuatro reglas. No es que por ello se las dejase sin escuela, pues ya sabemos que “el saber no ocupa lugar”. Pero, si había que cuidar a hermanos menores, si encartaba una colocación como niñera de alguna familia bien, si por las circunstancias familiares se veía necesario recabar su ayuda, tampoco pasaba nada: “tú no vas a ir a la mili, ¿qué falta te hace saber leer y escribir?”
Proliferaron en estos tiempos (y a su manera desempeñaron una gran labor) los ‘maestros’ ambulantes, personas con una formación académica más o menos elemental, que les permitían transmitir a aquellos niños que no tenían otra opción un mínimo de rudimentarios conocimientos lingüísticos y matemáticos. Los hubo en el pueblo, dando clases en horas compatibles con la jornada laboral en el campo. Y los hubo por los cortijos reuniendo pequeños grupos acá y allá. Los hubo, si no con formación pedagógica, sí con una formación académica que les permitía desenvolverse con seguridad en la enseñanza. Y los hubo que tenían que mirar el libro para corregir un dictado o la tabla para corregir una cuenta de multiplicar. En fin, se puede decir que eran estos más ambulantes que maestros. Pero, claro, “el hambre aprieta” y “la precisa hace valiente”. Y para enseñar un poco a leer, escribir y las cuatro reglas, pensarían, tampoco hace falta una carrera, ¿no?
Santa Cruz, noviembre 2022
Luis Hinojosa D.
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