Éramos pobres. Y comíamos como pobres. Salió el tema en una comida familiar en la que coincidimos tres generaciones. Pollo asado, encargado en un conocido asador alhameño, con sus patatas fritas (preparadas junto con los pollos) era el menú de ese día. Qué fácil, qué cómodo. Y hasta barato, diría yo.
Qué diferencia con aquellos tiempos de mi niñez. Alguna vez, no muy frecuentemente, comíamos pollo. Pero ni había por aquí un asador donde lo preparasen, ni siquiera en las tiendas de entonces los vendían. Así es que ese pollo que nos comíamos había nacido en casa, había sido alimentado en el corral con grano de nuestra propia cosecha, incluso conocía la calle y el campo porque por allí andaba de pequeño con su madre y sus hermanos. Todo esto durante meses, tal vez años. Qué diferencia con las modernas técnicas ganaderas: con piensos artificiales, sustancias inyectadas y una reducida jaula donde conviven quince o veinte hermanos junto a otros miles en sus respectivas jaulas, en dos meses tenemos un ‘sabroso’ pollo listo para una comida familiar.
Algo más frecuentemente (hablo de mi familia) comíamos conejo. Es que hay que ver la velocidad con la que se reproducen. Pero comerse un conejo de vez en cuando requería una gran habilidad para capturarlo. Cómo se escabullían, cómo se escondían en sus laberínticas madrigueras… hasta que, por fin, tapa aquí, corre allá, alguno caía. Y eso sin contar con que su alimentación era a base de hierba que había que traer del campo.
...antes de ver en nuestra camarilla de la matanza las varas de morcillas y las cuerdas de chorizo había que soportar al animal durante un año o más
Pero el rey del abastecimiento cárnico de nuestra dieta de pobres era el cerdo. No, no piensen en las modernas macrogranjas, el no va más de la ganadería porcina, donde seis o siete mil cerdos, en menos que canta un gallo, están dispuestos para abastecer diariamente las vitrinas de nuestros supermercados. No era así: antes de ver en nuestra camarilla de la matanza las varas de morcillas y las cuerdas de chorizo había que soportar al animal durante un año o más (éramos pobres). Y, como no disponíamos de los piensos con que hoy se alimentan, pues había que echarlos a la piara que cada día el porquero llevaba al campo para alimentarlos en las rastrojeras, en los barrancos, en las soleras de los chaparros con las bellotas… Lo que tenían que andar estos animales para poder comer. Todavía creo que quedan por ahí algunas ganaderías que no se han modernizado: ‘ibéricos’ llaman a sus marranos y a los productos que de ellos obtienen.
En fin, que con tantas dificultades para abastecerse de carne, nuestra dieta era bastante más parca en estos alimentos que la actual. Comíamos, por el contrario, bastantes más garbanzos y lentejas. Garbanzos y lentejas que también había que sudar antes de llevarlas al plato. Lo mismo que las hortalizas, los melones y sandías que nos proporcionaban los postres de una buena temporada; o los higos o uvas que, si queríamos saborear, había que tener alguna higuera en el campo o una parra en el corral.
¡Cuánto trabajo tenían aquellos molineros-panaderos de entonces!
¿Y el pan? ¡Cuánto trabajo tenían aquellos molineros-panaderos de entonces! Y no digamos aquellas familias, sobre todo en los cortijos, que amasaban y horneaban el que consumían. ¿Cómo harían para que durase tierno una semana? Lo pude comprobar durante mi año de maestro en El Robledal. Con lo fácil que lo tenemos ahora: en las gasolineras, en los supermercados, todos los días, a todas horas… Si es que es muy fácil: se congela medio cocido, se va calentando según demanda, y hala, pan tierno a todas horas. Eso sí, no intentes comerte el del día anterior, no podrías roerlo.
En fin, aquella alimentación de nuestros tiempos mozos había que trabajársela un poquito más. Había que obtenerla directamente del campo, de los animales criados en nuestro propio corral, de algún huertecillo… éramos pobres. Ahora que ya no lo somos vamos al súper y lo tenemos todo. Pero, sopesando los pros y los contras, incluso los más jóvenes parecían inclinarse por aquella desfasada dieta. Y ahora todos preferían aquellos alimentos de nuestros tiempos de pobreza. Pero, por desgracia, ser pobre en estos tiempos sale demasiado caro.
Santa Cruz, agosto 2022
Luis Hinojosa D.
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