Las brevas y los civiles


¿Quieres que cojamos algunas brevas?

    Eran duros aquellos veranos para las gentes del campo. Con una agricultura aún por mecanizar, la siega, la arranca, la barcina y el sinfín de faenas que la recolección de la cosecha requería, exigían un arduo y prolongado trabajo y la colaboración de todos los miembros de la familia.

    Si entre todas estas tareas yo hubiese podido eliminar una, sin duda hubiese sido la arranca de garbanzos. Pero nunca me dieron esa opción; y un verano tras otro mis manos se llenaban de ´borregas’ (vejigas) pese a las toscas manoplas con que intentaba protegerlas.

    Aquel año teníamos sembrada la mitad de abajo de nuestra haza de Los Llanos, tres fanegas de tierra. Y allí estamos mi hermano y yo, arrancando (mi padre estaba barcinando), en un caluroso día del mes de julio. Son ya las dos de la tarde y nos vamos a casa a comer para dedicar la tarde a la era. 

    Siempre que bajamos andando lo hacemos por la angosta vereda de la fuente ‘Roenes’ que, partiendo de los olivos de Paco Arias, viene a parar a la ‘Colaílla’. Cerca del pequeño estanque que por allí tienen los Morales hay un par de higueras muy buenas. -¿Quieres que cojamos algunas brevas?- Pregunta innecesaria: mi hermano ya está bajo una higuera con una en la mano. Pero con las horas de sol que las brevas han soportado desde que amaneció, ahora están poco apetecibles. Así que decidimos echar unas cuantas en la copa de mi sombrero a ver si, puestas en agua, se refrescaban y nos servían de postre en el almuerzo.

    Vamos ya llegando a las tapias del cementerio cuando, bajando por la cuesta del cortijo El Aire, vemos acercarse la pareja de la Guardia Civil a caballo. Sin saber cómo disimular mi sombrero acusador, aceleramos el paso para alejarnos de ellos cuanto antes. Y así llegamos a casa, oyendo en nuestras asustadizas mentes los inexistentes silbidos de los guardias que reclaman nuestra presencia. Desde la ventana de la cámara observo la calle, temiendo que de un momento a otro vengan a detenerme. No tardaron en asomar por la esquina de Eusebio. Y, temblando de miedo primero y respirando aliviado después, los vi pasar de largo por mi puerta para dirigirse a la carretera y coger el camino de Alhama de regreso al cuartel.

    En alguna ocasión he aludido en mis escritos al miedo como característica inherente a nuestra sociedad en aquellos lejanos años de mi infancia y juventud. Nos educaron en el miedo a Dios, a los padres, al maestro… y un gran miedo a la Guardia Civil, acrecentado en mi caso (o eso supongo) por una traumática experiencia vivida cuando apenas tenía dos o tres años.

    Tenía por entonces cuartel la Benemérita en todos y cada uno de los pueblos de nuestro entorno: la lucha contra los maquis (“la gente la sierra” que se decía por aquí). También Santa Cruz lo tuvo hasta bien entrada la década de los cincuenta del pasado siglo. Y al mando de este grupo de guardias civiles estuvo durante algunos años el cabo Martínez, novio de mi prima Almudena. Era él un hombre recto, militar de vocación y que, entre su gran arsenal de conocimientos, se desenvolvía con soltura en el campo de la sanidad.

    Fue para mis padres una ayuda inestimable contar con su apoyo cuando yo contraje una enfermedad que, en aquellos tiempos, tenía un oscuro pronóstico: la difteria. Para mí fue un largo y traumatizante suplicio verlo llegar cada noche a mi casa, siempre vestido con uniforme, para pincharme las inyecciones que D. Francisco Zambrano me había recetado.

    ¿Influyó esta experiencia infantil en el miedo que tanto me costó superar? Puede que sí. Pero la verdad es que ese miedo (tal vez algo más atenuado que el mío) pesó durante muchos años sobre nuestra sociedad.

    No son buenos los miedos. No eran buenos aquellos miedos generalizados de los que antes hablábamos. Y, por suerte, los hemos superado. Pero… siempre suele haber un ‘pero’. Creo que en demasiadas ocasiones se asocian miedo y respeto; y, perdido el uno, tendemos a perder también el otro. Lo comentaba hace unos días con un amigo, padre de dos docentes, hablando en este caso de ese campo. Entre los varazos, bofetadas y palizas con que aquellos antiguos maestros pretendían infundirnos unos elementales conocimientos, y las agresiones que por parte de algunos alumnos y de sus padres tienen que soportar en ocasiones los actuales docentes, creo que podemos encontrar un acertado equilibrio donde prime el respeto y no tenga cabida la violencia.

    Equilibrio que, por supuesto, debe darse igualmente en el campo de la sanidad, en las fuerzas de orden público o en nuestras relaciones con la administración. ¿Tendremos que admitir que es necesario condimentar el respeto con una pizca de miedo para conservarlo? Yo, personalmente, tengo que admitir que a veces tengo miedo de que el miedo se pierda.

Santa Cruz, agosto 2022
Luis Hinojosa D.

 

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