Quién descubrió América


Mi testimonio como testigo directo de esta historia comienza una tarde de 1962, cuando yo tenía 6 años. Mi abuela me mandaba, después de salir de la escuela, a llevarle el café a mi abuelo al motor.

 Acabo de leer esta tarde el relato titulado “José el Melonero” en el excelente libro de Juan Miguel Ortigosa El Llano en la memoria. Siempre es bueno reconocer la labor de aquellos pioneros que han contribuido al decisivo cambio que supuso la transformación de la agricultura del Llano desde los cultivos de secano hasta los de regadío, con especial protagonismo del tomate.

 El único riesgo que entrañan estos justos reconocimientos es que, lamentablemente, queda sin reconocer la labor de otros pioneros que pudieron preceder en el tiempo y en su trascendencia a los que sí han sido reconocidos oficialmente. No quiero abrir aquí un absurdo debate sobre quién fue el primero o quién fue el más influyente. Pero no es malo añadir a esa “lista” algún nombre más, siempre que haya razones que lo justifiquen.

 Desde hace bastantes años intento eludir la petición de mi tío Juan Manuel Reina (perdonad que omita el apodo por el que es conocida esta rama de mi familia, porque sería motivo de disgusto intrafamiliar) de escribir la “historia de mi abuelo Simeón”. Nunca he querido tratar de mis familiares directos porque no hay más cosa más fea que el autobombo y no hay cosa más ordinaria que el hecho de que todos consideremos que nuestros antepasados han sido los más destacados y los más ejemplares.

 Pero, dicho esto, creo que también sería un acto de dejadez y de desafecto hacia mi abuelo no dedicarle unas líneas recordando su peripecia vital. Simeón Reina, nacido en 1900, se quedó muy pronto huérfano de padre y se crio al cuidado de su madre la “María del Carbón” y de su padrastro José Zamora Chica, mozo de “La Amelia” y hombre de comportamiento ejemplar donde los haya. El caso es que cuando se casó con mi abuela Salud, hija de Juan Manuel el zapatero y de Magdalena Bueno, de la familia de los “Gallinas”, no poseía ni casa propia ni una sola cuartilla de tierra. Poco a poco fue comprando y reuniendo varias parcelas de tierra al lado del Charcón, frente al cementerio de Ventas. Se trataba de tierras pantanosas que se encharcaban en cuanto caían las primeras lluvias. Gracias a su trabajo y al de mis tíos Antonio y Juan Manuel, que trabajaron como negros durante toda su infancia y juventud, se logró sanear aquellas tierras mediante un ingeniosísimo sistema de zanjas cubiertas, sin más ayuda mecánica que la de varias bestias de carga provistas de sus correspondientes serones. Una verdadera labor de ingeniería diseñada por un hombre analfabeto.

 Estamos situados a finales de los años 40 y aquel enorme esfuerzo que supuso el drenaje de aquellas tierras no se iba a limitar al tradicional cultivo de cereales. Simeón Reina, hombre trabajador e inquieto donde los hubiera, continuó su labor de tanteo y experimentación con la apertura de dos pozos, que equipó con bombas de agua accionadas por motores en lugar de las tradicionales norias, construyó una gran alberca y se decidió por el cultivo de hortalizas: lechugas, habas, habichuelas, chícharos, coliflores y, por supuesto, tomates. Fue en 1954, animado por su amigo Jeromo de Vélez-Málaga, cuando mandó, en el tren Ventas-Málaga, el primer cargamento de tomates para venderlos en la feria de Vélez. 

 La impresión fue tan buena que llamó la atención de José “El Guerra”, mayorista de hortalizas con un puesto propio en el mercado de Málaga. En los siguientes años, finales de los 50 y principios de los 60, “El Guerra” empezó a subir al Llano para recoger la incipiente producción hortícola. Su hombre de confianza aquí era José “el Gordo de la Ciriaca” que, entre otras cosas se encargaba de traer las facturas de la venta de productos y de realizar los pagos. Así pudo empezar todo, y digo “pudo empezar” porque no quiero entrar en inútil discusión con otros que tengan una visión distinta de estos comienzos.

 Y no limitó Simeón su finca al cultivo de hortalizas, también echó caleras (instalaciones para obtener cal) e instaló grandes calderas para destilar aceite de alhucema, que le compraba un agente comercial de una importante empresa de productos cosméticos y de perfumería.

 La iniciativa emprendedora de Simeón Reina Moreno ha tenido continuidad en el tiempo a través de los miembros de su numerosa descendencia: cuatro hijos, catorce nietos, veinticuatro bisnietos y no sabría decir ya cuántos tataranietos. En todo el Llano conocemos las empresas agrarias puestas en marcha por sus nietos: “Hortícolas Serafín”, en el paraje de Los Pilancones, y “Semilleros Luciano”, en el paraje Los Pergueres. 

 Yo pude, y quizás debí, haber escrito de estas cosas hace muchos años, pero siempre me frenó el pudor de hablar sobre los míos, que no la falta de cariño hacia ellos. También podría haber dedicado a Simeón Reina una calle en las Ventas cuando estuve en el puesto de gobierno municipal del pueblo. Nunca se me pasó por la cabeza hacer eso, ya que se trataba de un familiar muy próximo, pero no porque no tuviera méritos para ello.

 Mi testimonio como testigo directo de esta historia comienza una tarde de 1962, cuando yo tenía 6 años. Mi abuela me mandaba, después de salir de la escuela, a llevarle el café a mi abuelo al motor. Allí, en una huerta amplia y perfectamente montada estaba mi abuelo y acompañándolo, Paco Fermín, el marido de la Nati, que se encargaba de los riegos de la finca.

 A Paco le gustaba hacerme rabiar y me preguntaba por las cosas que había aprendido en la escuela:

- Pepe, ¿quién descubrió América?

- ¡Cristóbal Colón! – respondí yo como un rayo.

- Mentira. Cuando Colón llegó allí ya había tres alcaucileños (los vecinos de Alcaucín tenían entonces fama de sabihondos y de echados p’alante) traficando con tres cargas de paja. 

Yo, como no me lo creía, miré a mi abuelo Simeón en busca de confirmación o de rectificación:

- ¡Claro que sí...! y les enseñaron a los indios a echar caleras.

 Pues eso, que no siempre la versión oficial de la Historia es única e indiscutible. Y muchas veces, condicionados por la ideología o los afectos, tendemos a contar las cosas desde nuestro particular punto de vista. Pero por encima de las actuaciones individuales, que no dejan de ser más que símbolos o anécdotas, está la actuación colectiva, ya que el verdadero protagonista de los cambios es el pueblo en su conjunto. Yo me limito aquí a cumplir con un deber filial, que ya lo dice bien claro uno de los mandamientos de la Ley de Dios: “Honrarás a tu padre y a tu madre”… y a tus abuelos. 

 







últimos comentarios

Gracias por dejar tu comentario y fomentar la participación. Se publican en breve.

Artículo Anterior Artículo Siguiente