Recuerdo que durante muchos años las camas de mi casa estuvieron equipadas con dos colchones: uno de farfollas debajo y otro de lana encima.
- Esta tarde vamos a ir un ratico a esfarfollar al maíz de de Juan Ortiz- me dijo mi madre mientras, sentados en la cocinilla junto a la mesa de cajón, degustábamos unas gachas con miel que acababa de preparar. Y, efectivamente, allá que fuimos los dos, con nuestro saco de esparto, en cuanto terminó de recoger la mesa. Llegaba en esos momentos Juan Ramón con el caballo y el mulo de la panadería, procedente de la vega, con sendas cargas de panochas que descargó en el huerto. En otro montón cercano dos hombres sentados en el suelo desgranaban el maíz valiéndose de una azada que sujetaban entre las piernas.
- Juan, me hacían falta unas poquitas farfollas- dijo mi madre, dirigiéndose al dueño que, con su sempiterno cigarro entre los labios, vigilaba y dirigía la faena. -‘To’ las que quieras, mujer. Ahí tenéis el montón que acaba de ‘escargar’ Juan Ramón-. Y, sentados el uno frente al otro, emprendimos nuestra tarea para renovar las farfollas del colchón a cambio de un trabajo por el que el dueño no tendría que pagar. No tardamos en tener compañeros. La voz de que en alguna vega se estaba cortando el maíz se corría por el pueblo y nunca faltaban manos para desfarfollar. Recuerdo que durante muchos años las camas de mi casa estuvieron equipadas con dos colchones: uno de farfollas debajo y otro de lana encima. Pero también sé que más de una cama tenía que apañarse con el primero porque la economía doméstica no daba para más: eran tiempos difíciles.
Pronto los colchones de muelles (los colchones flex) vinieron a sustituir a las farfollas y a la lana
Pronto los colchones de muelles (los colchones flex) vinieron a sustituir a las farfollas y a la lana. Las viejas colchonetas que se ahonguillaban se cambiaron por somieres de láminas. Y las pesadas y ásperas mantas por ligeros edredones y mantas suavísimas. También mejoraron los dormitorios. Me refiero a aquellas cámaras de vigas vistas y ventanas de madera que no encajaban, como la mía, donde de vez en cuando había que cambiar de sitio la cama porque una inoportuna gotera caía sobre ella. La economía había mejorado, aunque ello nos costase una dura emigración.
¿Y la agricultura? ¿Siguen nuestras vegas criando aquellos altos maizales aunque no hagan falta las farfollas para los colchones ni los cabos para las bestias? Parece ser que no. Y ni a los colchones ni a las bestias podemos culpar de este cambio. Tampoco veo desde hace tiempo ninguna vega sembrada de remolachas; un cultivo que tanto trabajo proporcionaba a hombres y mujeres. Y azúcar seguimos consumiendo. Las alamedas, incluso, se han reducido drásticamente. En su lugar vemos hoy olivos, almendros… y muchas casetas (o lujosas mansiones). Se perdieron cultivos y la gente que los trabajaba. Se perdieron frondosas alamedas y sus caminos resguardados del sol por los que caminábamos en los tórridos días veraniegos. Y se perdió, sobre todo, el gran caudal de nuestro río y sus acequias, vida de nuestras vegas.
Tras un invierno seco como el que hemos tenido (siempre los ha habido), recuerdo haber arado mi padre el trigo o la cebada que no habían prosperado y sembrar garbanzos
Mi experiencia en las tareas agrícolas se limita casi exclusivamente a las duras faenas veraniegas: a ellas dedicaba mis ‘vacaciones’ estivales. Por Navidad iba a veces a la aceituna, cuando santa Bibiana no hacía caso a mis ruegos de que lloviese durante cuarenta días a partir de su festividad. Mis conocimientos de agricultura de regadío son, pues, prácticamente nulos. Pero es que tampoco entiendo los cambios en la agricultura de secano en la que sí he bregado algo más. Tras un invierno seco como el que hemos tenido (siempre los ha habido), recuerdo haber arado mi padre el trigo o la cebada que no habían prosperado y sembrar garbanzos. Si la primavera venía más lluviosa se salvaba la cosecha. ¿Por qué no se siembran ahora garbanzos? ¿Interesa más comprarlos a otros países? Porque garbanzos seguimos consumiendo. Igualmente se han dejado de sembrar los yeros, las lentejas, las habas… El olivar va invadiendo la mayor parte de las tierras de cultivo a la vez que se va mecanizando y prescindiendo de vareadores y aceituneras.
El campo se queda sin gente, las eras sin el alegre bullicio del verano… la cara y la cruz del progreso.
Santa Cruz, marzo 2022
Luis Hinojosa D.
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