“Cuando Dios presta, le da a uno hasta la chamarra”, afirma un refrán guatemalteco. Pocas personas hubo con tanto carisma y tan consecuentes con sus creencias como el joven misionero que llegó a Guatemala portando una maleta con su casulla, un misal y muchos sueños, y que se fue de allí dejando todo, hasta su alma. Sobre todo, su alma.
Vista parcial de la ciudad de Quetzaltenango |
MUCHO MÁS QUE UN HOMBRE DE DIOS
En la primera parte de este reportaje habíamos dejado a nuestro sacerdote, el padre Javier Alaminos Pérez, recibiendo dos noticias que serían de crucial importancia en su vida a partir de ese momento: por una parte, el fallecimiento de su madrina, la acomodada marquesa de Montanaro, que le había dejado una herencia nada despreciable y, por otra, el anuncio por parte del Obispado de Guatemala, a propuesta de Monseñor Manresa y Formosa, de que su nuevo y definitivo destino en ese país centroamericano sería la bulliciosa ciudad de Quetzaltenango. Corría el año 1972.
Quetzaltenango, también conocida popularmente como Xela, era –y es- no solo la segunda ciudad más importante del país, sino también una de las más antiguas y con más historia. Su población estaba constituida en un 65 por ciento por población indígena y un 35 por ciento por ladinos, con lo que los idiomas que se hablaban comúnmente eran el español y las lenguas mayas Quiché y Mam. El padre Javier llegaba, pues, a Xela tras la enriquecedora experiencia de haber pasado por la selva del Petén y la capital del país, más una estancia de seis meses en la localidad de San Felipe Retalhuleu. Siempre obedeciendo órdenes del Obispado, el primer lugar donde recaló fue en el Seminario del Espíritu Santo, ubicado en una antigua mansión, muy amplia y hermosa, antigua propiedad de un acaudalado alemán llamado Hugo Fleishmann, que vivió en esa ciudad, donde cultivaba café en extensos cafetales. A su muerte, la propiedad se vendió al Obispado de Quetzaltenango, que utilizaba ese edificio como alojamiento eventual de sacerdotes y seminaristas. El padre Javier permaneció allí durante tres meses a lo largo de los cuales debió evocar, inevitablemente, las lujosas habitaciones que ocupó en su infancia y adolescencia en el palacete de su madrina, pues ambos edificios eran, en cierto modo, similares: espaciosos salones bellamente amueblados, amplias escaleras con pasamanos de caoba, hermosos ventanales cubiertos por cortinajes de terciopelo y cuidados jardines rodeando todo el edificio.
En la primera parte de este reportaje habíamos dejado a nuestro sacerdote, el padre Javier Alaminos Pérez, recibiendo dos noticias que serían de crucial importancia en su vida a partir de ese momento: por una parte, el fallecimiento de su madrina, la acomodada marquesa de Montanaro, que le había dejado una herencia nada despreciable y, por otra, el anuncio por parte del Obispado de Guatemala, a propuesta de Monseñor Manresa y Formosa, de que su nuevo y definitivo destino en ese país centroamericano sería la bulliciosa ciudad de Quetzaltenango. Corría el año 1972.
Quetzaltenango, también conocida popularmente como Xela, era –y es- no solo la segunda ciudad más importante del país, sino también una de las más antiguas y con más historia. Su población estaba constituida en un 65 por ciento por población indígena y un 35 por ciento por ladinos, con lo que los idiomas que se hablaban comúnmente eran el español y las lenguas mayas Quiché y Mam. El padre Javier llegaba, pues, a Xela tras la enriquecedora experiencia de haber pasado por la selva del Petén y la capital del país, más una estancia de seis meses en la localidad de San Felipe Retalhuleu. Siempre obedeciendo órdenes del Obispado, el primer lugar donde recaló fue en el Seminario del Espíritu Santo, ubicado en una antigua mansión, muy amplia y hermosa, antigua propiedad de un acaudalado alemán llamado Hugo Fleishmann, que vivió en esa ciudad, donde cultivaba café en extensos cafetales. A su muerte, la propiedad se vendió al Obispado de Quetzaltenango, que utilizaba ese edificio como alojamiento eventual de sacerdotes y seminaristas. El padre Javier permaneció allí durante tres meses a lo largo de los cuales debió evocar, inevitablemente, las lujosas habitaciones que ocupó en su infancia y adolescencia en el palacete de su madrina, pues ambos edificios eran, en cierto modo, similares: espaciosos salones bellamente amueblados, amplias escaleras con pasamanos de caoba, hermosos ventanales cubiertos por cortinajes de terciopelo y cuidados jardines rodeando todo el edificio.
Esta foto y la anteriores del exterior e interiores del Seminario del Espíritu Santo en tiempos de sus propietarios (fotografías de Tertulianos, Restaurante y Museo, Guatemala) |
Al cabo de pocas semanas le fue revelado su destino definitivo. El padre Javier debía trasladarse a la Zona 3 de la ciudad, 22 av. 9-61, en las afueras de Xela, donde ésta empezaba a expandirse y donde se le encomendó dirigir una pequeña comunidad cristiana que, por no tener, ni siquiera tenía una iglesia propia. Por lo tanto, y tras varios años de parroquias urbanas, el sacerdote regresaba, en cierto modo, a su antigua labor misionera, al encomendársele levantar una comunidad que carecía de todo en el momento en el que él llegó. Su destino era por aquel entonces un barrio muy humilde, casi marginal, que contaba con muy pocos servicios aparte de las viviendas. Al padre Javier se le había asignado la tarea de hacerse cargo del Movimiento Familiar Cristiano (MFC) en esa ciudad, ya sobradamente comprobadas sus dotes de predicador, en el mejor y más amplio sentido de la palabra. Sabía convencer a las personas, motivarlas y, claro está, ayudarlas. “Un nuevo padre, venido de España, va a hacerse cargo del Movimiento Familiar Cristiano”, se corría la voz de casa en casa. El MFC era una corriente de carácter religioso y voluntario que se estaba extendiendo rápidamente por muchos países de mayoría católica -incluida España, donde comenzaría a tener sedes a partir de los años sesenta-. Su actividad, supervisada por un párroco y llevada a cabo por seglares, estaba encaminada a promover los valores cristianos en el seno de la familia, lo que incluía reeducar a matrimonios y familias completas en el amor, el respeto mutuo, el diálogo, la justicia y la solidaridad dentro de la comunidad a través de las familias.
El padre Javier se veía de nuevo en el papel en el que más cómodo estaba: el de misionero en tierra de misión. Satisfecho y animado porque servir a los más necesitados era su motivación primera, y con una idea muy clara de lo que quería hacer, volvió a arremangarse la sotana para empezar a trabajar todo lo duro que fuese menester. Porque aquella comunidad, aunque urbana y lejos de la selva, adolecía igualmente de lo más básico, empezando por las necesidades de su mismo párroco: no contaba con una casa parroquial. Al padre Javier se le asignó un terreno cuadrado cercado por un muro de adobe, en el que aparte de hierbajos y algunos árboles frutales no había nada salvo una desvencijada casita también hecha de adobe y suelo de tierra apisonada, que daba la impresión de mantenerse en pie por puro milagro. En su interior contaba con un pasillo central y un cuarto a cada lado: un comedor con una mesa y dos sillas, y un dormitorio con una cama pequeña y otra silla.
La casita, casi ruinosa, donde se alojaba el padre Javier |
Hecho a todo y curado de espantos, el sacerdote se aplicó a su tarea. Lo primero que hizo fue darse a conocer a su nueva comunidad mediante sus primeras charlas para el Movimiento Familiar Cristiano. Entonces el MFC tenía pocos miembros, circunstancia que espoleó al padre Javier a aumentar y mejorar en lo que pudiese tan pequeña congregación. Pronto corrió el recado de que el curita español, muy entusiasta y emprendedor él, tenía una forma de conducirse y de hablar muy, pero que muy diferentes a las de los demás sacerdotes. Todos sentían curiosidad así que, unos más tímidos y otros menos, poquito a poco los habitantes de aquella parte de la ciudad se fueron acercando al terreno donde se levantaba la casita en la que se había alojado el padre Javier. En vista de que no había parroquia donde reunir a sus nuevos feligreses, el sacerdote se inventó -cómo no- una solución: él mismo prepararía una suerte de salón parroquial y capilla al aire libre donde poder reunirse con sus fieles y dar la Misa cada domingo. Así su gente no se vería obligada a acudir a otros templos.
Resolvió por lo tanto que su terreno funcionaría muy bien, mientras hiciese buen tiempo: estaba cubierto de hierba donde podrían sentarse todos cómodamente, y además crecían varios manzanos y melocotoneros –o, como los llaman en Guatemala, manzanales y duraznales- que les darían sombra los días de más calor. Improvisando un altarcito con la mesa, una vistosa tela típica guatemalteca, dos velas, un crucifijo y el volumen de los Santos Evangelios que le había regalado su madrina con motivo de su ordenación sacerdotal –y que le había acompañado a todas partes-, ya tenía el cura lo principal. Luego era menester buscar el acomodo de sus feligreses. Dispuso ordenadamente unas cuantas sillas -todas las que pudo reunir- y hasta unos ladrillos para que se sentasen los que no tenían silla, y empezó a llamar a misa a todos los que iba conociendo del MFC. A sus primeras misas asistían muy pocos: no llegaban a ser más allá de veinte o veinticinco personas. Pero el panorama, desde luego, cambiaría rápidamente.
Orador consumado y experto en crecerse ante situaciones adversas, las misas y, sobre todo, las homilías del padre Javier resultaban amenas, ejemplificantes y participativas, y atrapaban enseguida el alma de todos. En ellas ilustraba, enseñaba, comentaba, explicaba, desarrollaba y esclarecía las lecturas del Evangelio con ejemplos cotidianos y fácilmente comprensibles, que acercaban la Palabra hasta las mentes más sencillas, aburridas tal vez por las celebraciones encorsetadas según la usanza tradicional del rito católico. El padre Javier volvía fácil lo complicado, próximo lo distante, obvio lo incomprensible, y hasta daba la impresión de que posible lo imposible. Como no podía ser de otro modo, la noticia de aquel “padrecito” corrió como la pólvora, y cada domingo se acercaban a su capilla al aire libre más y más personas, incluidos agnósticos y pertenecientes a otras confesiones religiosas, que acudían por el mero placer de verlo y escucharlo.
Resolvió por lo tanto que su terreno funcionaría muy bien, mientras hiciese buen tiempo: estaba cubierto de hierba donde podrían sentarse todos cómodamente, y además crecían varios manzanos y melocotoneros –o, como los llaman en Guatemala, manzanales y duraznales- que les darían sombra los días de más calor. Improvisando un altarcito con la mesa, una vistosa tela típica guatemalteca, dos velas, un crucifijo y el volumen de los Santos Evangelios que le había regalado su madrina con motivo de su ordenación sacerdotal –y que le había acompañado a todas partes-, ya tenía el cura lo principal. Luego era menester buscar el acomodo de sus feligreses. Dispuso ordenadamente unas cuantas sillas -todas las que pudo reunir- y hasta unos ladrillos para que se sentasen los que no tenían silla, y empezó a llamar a misa a todos los que iba conociendo del MFC. A sus primeras misas asistían muy pocos: no llegaban a ser más allá de veinte o veinticinco personas. Pero el panorama, desde luego, cambiaría rápidamente.
Orador consumado y experto en crecerse ante situaciones adversas, las misas y, sobre todo, las homilías del padre Javier resultaban amenas, ejemplificantes y participativas, y atrapaban enseguida el alma de todos. En ellas ilustraba, enseñaba, comentaba, explicaba, desarrollaba y esclarecía las lecturas del Evangelio con ejemplos cotidianos y fácilmente comprensibles, que acercaban la Palabra hasta las mentes más sencillas, aburridas tal vez por las celebraciones encorsetadas según la usanza tradicional del rito católico. El padre Javier volvía fácil lo complicado, próximo lo distante, obvio lo incomprensible, y hasta daba la impresión de que posible lo imposible. Como no podía ser de otro modo, la noticia de aquel “padrecito” corrió como la pólvora, y cada domingo se acercaban a su capilla al aire libre más y más personas, incluidos agnósticos y pertenecientes a otras confesiones religiosas, que acudían por el mero placer de verlo y escucharlo.
Esquema del interior de la casita de adobe del padre Javier. Dibujo de Miguel Ángel (Mitchell) Jiménez |
Los meses pasaban; no tardó en llegar la estación húmeda, durante la cual las lluvias son diarias, copiosas y se prolongan a lo largo de varios meses. Entonces el padre Javier, que ya contaba con el apoyo fehaciente de feligreses y acólitos, trasladó al interior de su casita la celebración de la Santa Misa y las reuniones del MFC, que hasta su llegada no tenía sede oficial. Para ello –y empleando su propio dinero, así no tenía que dar cuentas a nadie- despejó el interior, ampliándolo y construyendo un altarcito de obra, y equipándolo con unos bancos de madera muy sencillos que encargó a unos fieles que entendían de carpintería, sobre los que el sacerdote colocaba los flamantes ejemplares del Nuevo Testamento que también había comprado, para que su comunidad pudiese hojearlos cómodamente. Comunidad, por cierto, que crecía en número a ojos vista. Cada Eucaristía y cada reunión se convertían en agradables catequesis durante las cuales el entregado sacerdote daba lo mejor de sí mismo. Comenzó entonces a formar a algunos miembros destacados como catequistas –ministros extraordinarios, los llamaba- y acólitos (ayudantes); del mismo modo organizó los primeros grupos de trabajo dentro de la comunidad, y a involucrar seriamente a todos en su labor pastoral.
El padre Javier Alaminos al poco de llegar a Guatemala |
Como amante incondicional de la conversación constructiva y ferviente convencido del “hablando se entiende la gente”, el padre Javier propiciaba encuentros entre las familias para la puesta en común de problemas y soluciones, organizando luego, con la inestimable ayuda de las mujeres de su comunidad, alegres almuerzos en los que, entre charla y charla, se compartían entre los asistentes deliciosas tortillas, chuchitos, enchiladas, tamalitos… Esas reuniones favorecían la comunicación entre padres e hijos y entre cónyuges, reafirmaban lazos existentes y creaban otros nuevos, y los participantes sentían que alguien se preocupaba espiritualmente por ellos. Gradualmente el sacerdote español se fue ganando a todos; al igual que había ocurrido en la selva del Petén y en Guatemala capital, terminaron aceptándolo y arropándolo como si fuesen una sola persona. El padre Javier recibía una paga como sacerdote –bastante exigua, por cierto- y contaba además con un importante patrimonio personal, pero había decidido que ese dinero no sería para él: puesto que Quetzaltenango sería su destino definitivo, era hora ya de comenzar el plan con el que había soñado, casi desde el momento en el que decidió ser sacerdote. Dedicaría todo su esfuerzo, personal y económico, al ejercicio de su labor como misionero diocesano.
Quizá por esa razón, el padre Javier vivía muy humildemente. Con frecuencia se encontraba con que apenas tenía que comer, o con que sus camisas estaban más raídas de la cuenta. Y es que todo lo que caía en sus manos estaba ya predestinado a cosas más importantes; no iba a ser él quien gastase un quetzal en fruslerías ni caprichos superfluos: se apañaba a la perfección con cualquier cosa. Por fortuna, le habían regalado unas gallinitas que le ponían huevos cada día, y los árboles del terreno le daban manzanas y melocotones dulces como la melaza. Con eso ya podía pasarse… “No os comáis las frutas de los árboles”, decía a sus fieles, medio en serio y medio en broma, cuando se reunían en su campito al aire libre, “porque me sirven a mí de almuerzo cuando ando escaso de comida”. Pero era la pura verdad. Algunos se daban cuenta de ello y, con una delicadeza extrema para no hacerlo sentir apuro, cada vez que acudían a misa o a una reunión le llevaban, así como quien no quiere la cosa, comida suficiente para que el sacerdote aguantase en condiciones hasta la siguiente reunión.
Una de las primeras personas que se dio cuenta de que el sacerdote pasaba necesidad fue su vecina Ethel Argueta, cuya casa se levantaba contigua al solar donde vivía el sacerdote. Un día en que se acercó a preguntar algo al padre observó que éste se estaba cociendo un huevo en una ollita. Cuando le preguntó si no tenía nada más para comer, el sacerdote respondió que no; entonces doña Ethel decidió que en adelante ella se encargaría de llevar todos los días almuerzo y cena decentes al modesto párroco. Intentó averiguar qué platillos le gustaban más, pero el padre Javier, agradeciendo el gesto con aquella sonrisa suya, le aseguraba que no tenía preferencias porque con hambre todo sabe bien. Desde entonces, las ofrendas de comida como muestra de gratitud se sucedían en la casita del padre Javier, por parte de muchos otros fieles. Incluso tenía sus donantes anónimos: todos los días alguien le dejaba el pan del día dentro de una bolsa, en la puerta; el padre Javier nunca supo quién era.
Quizá por esa razón, el padre Javier vivía muy humildemente. Con frecuencia se encontraba con que apenas tenía que comer, o con que sus camisas estaban más raídas de la cuenta. Y es que todo lo que caía en sus manos estaba ya predestinado a cosas más importantes; no iba a ser él quien gastase un quetzal en fruslerías ni caprichos superfluos: se apañaba a la perfección con cualquier cosa. Por fortuna, le habían regalado unas gallinitas que le ponían huevos cada día, y los árboles del terreno le daban manzanas y melocotones dulces como la melaza. Con eso ya podía pasarse… “No os comáis las frutas de los árboles”, decía a sus fieles, medio en serio y medio en broma, cuando se reunían en su campito al aire libre, “porque me sirven a mí de almuerzo cuando ando escaso de comida”. Pero era la pura verdad. Algunos se daban cuenta de ello y, con una delicadeza extrema para no hacerlo sentir apuro, cada vez que acudían a misa o a una reunión le llevaban, así como quien no quiere la cosa, comida suficiente para que el sacerdote aguantase en condiciones hasta la siguiente reunión.
Una de las primeras personas que se dio cuenta de que el sacerdote pasaba necesidad fue su vecina Ethel Argueta, cuya casa se levantaba contigua al solar donde vivía el sacerdote. Un día en que se acercó a preguntar algo al padre observó que éste se estaba cociendo un huevo en una ollita. Cuando le preguntó si no tenía nada más para comer, el sacerdote respondió que no; entonces doña Ethel decidió que en adelante ella se encargaría de llevar todos los días almuerzo y cena decentes al modesto párroco. Intentó averiguar qué platillos le gustaban más, pero el padre Javier, agradeciendo el gesto con aquella sonrisa suya, le aseguraba que no tenía preferencias porque con hambre todo sabe bien. Desde entonces, las ofrendas de comida como muestra de gratitud se sucedían en la casita del padre Javier, por parte de muchos otros fieles. Incluso tenía sus donantes anónimos: todos los días alguien le dejaba el pan del día dentro de una bolsa, en la puerta; el padre Javier nunca supo quién era.
El padre Javier y doña Ethel fueron amigos toda la vida. Su “mamá de Guatemala”, la llamaba el sacerdote |
En vista de que la congregación aumentaba espectacularmente en número y ya no cabían de ninguna manera dentro del terrenito, el padre Javier consideró llegado el momento de ponerse manos a la obra, en sentido literal. Comenzó pues a moverse para construir una iglesia de verdad para aquellas buenas gentes que tanto le daban, y a las que se debía en cuerpo y alma. En los tres años que llevaba destinado en Xela había hecho muchos y fieles amigos de toda clase social, desde los más pobres hasta las familias más pudientes y prósperas de la ciudad. Gracias al apoyo económico de algunos, como la familia Richter Brol -y también gracias a sus propios recursos-, el sacerdote fue comprando, poco a poco, los terrenos colindantes al solar donde vivía, hasta adquirir toda esa manzana. Entonces se puso de acuerdo con el ingeniero Constantino Villagrán y el arquitecto Otto Hernández, ambos miembros del MFC y buenos amigos, quienes se aplicaron gustosos a trabajar en el proyecto y los planos de la futura parroquia. El padre Javier, hormiguita incansable, iba juntando dineros de aquí y de allá, y llamando a todas las puertas sin que se le cayesen los anillos por ello, ya que pedía para un buen fin. De vez en cuando viajaba a su tierra natal para regresar con un buen pellizco de sus propios ahorros. Cuando se le preguntaba de dónde salían las cantidades de dinero en efectivo con las que volvía de España, el cura respondía con un evasivo “mis amigos bienhechores de España nos están ayudando también”, y sonreía para sí.
Entusiasmado como un niño, el sacerdote esbozó en unos dibujos cómo le gustaría su iglesia. Todo tenía que ser perfecto, y a lo grande. Preciosos arcos de ladrillo visto en los muros, artesonados de madera en los techos –muy del gusto andaluz-, brillantes suelos de losas artesanales, muchos ventanales para que entrase luz al interior del templo, un diseño innovador y dinámico, a la vez que sobrio… ideas todas que el arquitecto y el ingeniero plasmaron al papel fielmente. En abril de 1975 se presentó un primer anteproyecto: una iglesia de planta octogonal y tejado a varias aguas que gustó mucho al padre Javier. Pero la sorpresa llegó para todos cuando fueron a hacer las cuentas éstas no salían: ese tipo de construcción resultaba demasiado costosa. Hubo, por lo tanto, que remodelar y simplificar los planos para que la idea se pudiese llevar a cabo. Unos meses más tarde se presentó el proyecto definitivo.
Entusiasmado como un niño, el sacerdote esbozó en unos dibujos cómo le gustaría su iglesia. Todo tenía que ser perfecto, y a lo grande. Preciosos arcos de ladrillo visto en los muros, artesonados de madera en los techos –muy del gusto andaluz-, brillantes suelos de losas artesanales, muchos ventanales para que entrase luz al interior del templo, un diseño innovador y dinámico, a la vez que sobrio… ideas todas que el arquitecto y el ingeniero plasmaron al papel fielmente. En abril de 1975 se presentó un primer anteproyecto: una iglesia de planta octogonal y tejado a varias aguas que gustó mucho al padre Javier. Pero la sorpresa llegó para todos cuando fueron a hacer las cuentas éstas no salían: ese tipo de construcción resultaba demasiado costosa. Hubo, por lo tanto, que remodelar y simplificar los planos para que la idea se pudiese llevar a cabo. Unos meses más tarde se presentó el proyecto definitivo.
Planos originales del primer anteproyecto, que se tuvo que desechar, para la Parroquia de la Sagrada Familia |
En el mes de septiembre de 1975 comenzaron las obras de edificación de la Parroquia de la Sagrada Familia. Todos los días se pasaba el sacerdote largos ratos observando la evolución del trabajo, colaborando él mismo en lo que podía y, cómo no, supervisando qué se hacía y cómo se hacía, pues era un hombre en extremo cuidadoso y perfeccionista –característica heredada de su madrina, la señora marquesa- y sabía muy bien cómo quería que se hiciesen las cosas. Cuando algo le gustaba lo alababa sinceramente y felicitaba a los trabajadores, pero cuando no… ay, cuando no. Entonces también lo decía sin tapujos, y se “enfadaba” con los obreros regañando a diestro y siniestro, y se empeñaba en que lo que estaba mal se rehiciera una y otra vez, hasta que quedase exactamente a su gusto. Genio y figura… No en vano, el sacerdote se había educado de manera muy estricta en casa de su madrina, una mujer enérgica, de gran carácter y muy acostumbrada a mandar. Pero, del mismo modo, el padre Javier sabía ponerse humildemente a disposición de los demás, más que nadie, cuando se le necesitaba.
Comienzo de las obras de la Parroquia de la Sagrada Familia. Al fondo de la imagen, la casita en la que vivía el padre Javier |
Fueron pasando los meses; las obras avanzaban con rapidez porque mucha era gente trabajando con ahínco en ellas. Cuando se terminaba el dinero, el padre Javier viajaba a España a por más -muy calladito él- sin dejar, por supuesto, de seguir solicitando la colaboración económica de todos, con lo que buenamente pudiesen aportar. Llegaron a organizarse rifas, bingos y tómbolas para recoger fondos, y también animaba a las mujeres a que vendiesen enchiladas y chuchitos para ayudar en la recaudación. Pero el sacerdote no solo volvía de España con dinero: también aparecía con imágenes de vírgenes y santos, además de cuadros, espejos, lámparas, candelabros y otros objetos valiosos que sirviesen para amueblar el templo. Solían ser regalos y donaciones de sus amistades, generalmente miembros de la aristocracia andaluza, viejos amigos de su madrina que lo conocían desde niño, lo querían y tenían gusto en apoyar su iniciativa. La ilusión y entusiasmo del sacerdote eran tan contagiosos que muy pocos no contribuían a levantar esa casa de Dios, que también sería casa de todos. “¡Súbanse al tren, no se queden atrás!” era una de las frases favoritas del padre Javier. Y desde luego, quienes lo escuchaban, se subían a su tren.
Plano definitivo de la Parroquia de la Sagrada Familia |
La Parroquia de la Sagrada Familia se inauguró un luminoso –en todos los sentidos- 13 de junio de 1976, menos de un año después de que empezase su construcción; tal fue la eficacia de los trabajadores. Antes de que se colocase la última piedra, el padre mandó hacer un cofrecito de cemento con tapa estanca; dentro colocó un periódico del día en el que se terminaron las obras y un papel en el que escribió los nombres de las personas que más se habían implicado en el levantamiento de esa iglesia. El cofrecito se enterró bajo el altar. “Quién sabe si alguien, dentro de muchos años, descubre este recuerdo: así sabrá quiénes levantaron esta iglesia”, decía el sacerdote, ilusionado como un colegial. La Parroquia de la Sagrada Familia, su sueño, era por fin una hermosa realidad. Un sueño que había costado nada menos que treinta y un mil dólares de la época. Pero qué importaba eso ya. Por fin su comunidad disponía de un lugar santo de encuentro; un edifico moderno y amplio, con una estructura atractiva y una bella fachada de cristal que simbolizaba el concepto del párroco de iglesia abierta: un muro transparente que permitiese ver el interior del templo, e invitase a todos a entrar y participar. Se celebró una misa de inauguración presidida por un padre Javier orgulloso y feliz como nunca, muy arreglado con su casulla de ordenación, que reservaba para las ocasiones especiales; una misa que fue toda una ofrenda de gratitud por la feliz consecución de su primer propósito. Primero porque, el padre Javier lo tenía muy claro, no sería el último.
Iglesia Parroquial de la Sagrada Familia, Quetzaltenango |
Interior de la parroquia y altar principal |
Ya con su parroquia terminada y en uso, el padre Javier se sintió con más fuerzas si cabe para continuar trabajando en lo que él llamaba “su misión”. Las misas, catequesis, retiros, charlas y reuniones del MFC, aunque lo tenían muy ocupado, aún le dejaban tiempo para pensar –ya que económicamente podía permitírselo- en seguir construyendo, avanzando y mejorando. Su idea era ambiciosa: se necesitaba un edificio anexo a la iglesia donde constituir un Salón Parroquial para las reuniones con los catequistas y feligreses; un apartado donde alojar al sacerdote –él y los que viniesen después que él-, y otro edificio más para las actividades del Centro de Orientación Familiar (COFA) –parte del MFC-, que seguía sin tener un lugar propio donde reunirse. Para llevar a cabo un proyecto de semejante envergadura volvió a recurrir a sus incontables amigos -ricos, pobres y todo el que se le pusiera por delante- en Guatemala y en España. El padre Javier pedía y pedía, siempre con la sonrisa en los labios, seguro de que su causa, por y para los demás, bien merecía el esfuerzo. Y, por descontado, cada cierto tiempo regresaba a Granada, donde pasaba unas semanas con su extensa familia- hermanos, cuñados, sobrinos y sobrino nietos- y luego se volvía con dinero de sus propias cuentas bancarias. También aprovechaba su estancia en España para recoger todo tipo de enseres, desde máquinas de coser a utensilios de cocina, piezas de tela, herramientas e incluso medicamentos y material sanitario, y enviarlos a Guatemala por barco: cualquier cosa en buen estado podría ser útil a sus gentes en Guatemala.
Estampa conmemorativa de la inauguración de la Parroquia de la Sagrada Familia |
Decidido a todo y mirando siempre hacia adelante, el sacerdote fue adquiriendo más terrenos junto a la parroquia, en los que poco a poco edificó todo lo que tenía en mente. Siempre supervisando minuciosamente las obras, siempre animando sin descanso a todos a trabajar en ellas, siempre arrimando él mismo el hombro como un obrero más -a veces enérgico y alegre, a veces cascarrabias-, su propósito se iba materializando ante los ojos de todos. Cuando se colocó el último ladrillo del edificio para el Movimiento Familiar Cristiano, el sacerdote dio por terminadas las obras en esa parte de la ciudad. Y, en el jardín central, también hizo enterrar un cofrecito de cemento con el periódico del día y el consabido papel con los nombres de los artífices de tan ardua empresa, por fin concluida.
Esta foto y las anteriores, exteriores e interior del edificio del Centro de Orientación Familiar (COFA) |
UN LEGADO ESPIRITUAL DE VALOR INCALCULABLE
“Comer y rascar, todo es empezar”, asegura un refrán español. Algo así debía pasar con el padre Javier, porque no bien finalizaron las obras de la Parroquia de la Sagrada Familia, anexos parroquiales y edificio del COFA, el incansable sacerdote ya tenía puesta la vista más allá. En efecto: conocía bien la ciudad de Xela y sabía que era extensa, con muchas zonas o barrios que merecían, a su entender, contar con una parroquia o, en su defecto, con una capilla u oratorio que, a modo de “sucursal” de la Sagrada Familia, cumpliese su función como punto de encuentro para los creyentes de otras partes de la ciudad. El padre Javier ya no sabía salir a pasear sin ir mirando y remirando, escrutando, sopesando y midiendo cada terreno vacío que se topaba en el camino. En todos los solares podía imaginar, casi ver, una bonita capilla con su jardín, rodeada de familias felices. Y, claro está, empezó a mover sus hilos y a establecer contacto con los propietarios de los terrenos que más le gustaban. Hablaba con ellos hasta convencerlos para que se los vendiesen; regateaba con la destreza de un consumado comerciante con tal de conseguirlos baratos y poder levantar un oratorio mejor; algún alma caritativa incluso llegó a cederle los terrenos sin cobrar nada. Una vez conseguido esto, el sacerdote buscaba el dinero hasta debajo de las piedras, como solía hacer.
Y mientras tanto, allá en la Sagrada Familia, el entusiasta párroco llenaba cada vez más la iglesia con sus misas de los domingos; era tal el incremento de fieles que el edificio no daba ya de sí: la gente tenía que atender desde la misma calle, en pie, bajo el sol o bajo los paraguas, llegando incluso a bloquear la acera; aquellas Eucaristías del ya famoso padre Javier Alaminos que duraban dos horas -de once a una-, por las que los chicuelos le llamaban con ingenio “el padre eterno”. Sus homilías, lejos de aburrir, distraían, consolaban, educaban, aconsejaban, apoyaban y alegraban a todos. Hubo pues que plantearse reformar el edificio eclesial para que pudiese acoger a todos los fieles. Así, diez años después de su inauguración primera, en septiembre de 1986 se abrían las puertas de la nueva Parroquia de la Sagrada Familia, ampliada y mejorada y donde, ahora sí, cabían todos.
Al mismo tiempo -porque una cosa no quitaba la otra- y con una ingente inversión de medios económicos y humanos, esfuerzo e ilusión por parte de las distintas comunidades –una en cada barrio- que ayudaban sin desfallecer al padre Javier, se iban construyendo, uno a uno, los distintos oratorios, versiones chiquitas de la Parroquia de la Sagrada Familia, construidos casi a su imagen y semejanza, como si de hermanos pequeños se tratase. Primero se levantó el Oratorio de Santa Rita, inaugurado en 1980, al que siguieron el Oratorio de la Inmaculada Concepción (la Cuchilla) en 1982, el Oratorio de San Francisco Javier en 1984, el Oratorio de San José en 1985, el Oratorio de San Miguel en 1990, y por último el Oratorio de la Medalla Milagrosa, en 1992. El padre Javier también asumió la ampliación y reforma de la Parroquia de Nuestra Señora de la Esperanza, un templo que ya existía pero se encontraba en mal estado.
“Comer y rascar, todo es empezar”, asegura un refrán español. Algo así debía pasar con el padre Javier, porque no bien finalizaron las obras de la Parroquia de la Sagrada Familia, anexos parroquiales y edificio del COFA, el incansable sacerdote ya tenía puesta la vista más allá. En efecto: conocía bien la ciudad de Xela y sabía que era extensa, con muchas zonas o barrios que merecían, a su entender, contar con una parroquia o, en su defecto, con una capilla u oratorio que, a modo de “sucursal” de la Sagrada Familia, cumpliese su función como punto de encuentro para los creyentes de otras partes de la ciudad. El padre Javier ya no sabía salir a pasear sin ir mirando y remirando, escrutando, sopesando y midiendo cada terreno vacío que se topaba en el camino. En todos los solares podía imaginar, casi ver, una bonita capilla con su jardín, rodeada de familias felices. Y, claro está, empezó a mover sus hilos y a establecer contacto con los propietarios de los terrenos que más le gustaban. Hablaba con ellos hasta convencerlos para que se los vendiesen; regateaba con la destreza de un consumado comerciante con tal de conseguirlos baratos y poder levantar un oratorio mejor; algún alma caritativa incluso llegó a cederle los terrenos sin cobrar nada. Una vez conseguido esto, el sacerdote buscaba el dinero hasta debajo de las piedras, como solía hacer.
Y mientras tanto, allá en la Sagrada Familia, el entusiasta párroco llenaba cada vez más la iglesia con sus misas de los domingos; era tal el incremento de fieles que el edificio no daba ya de sí: la gente tenía que atender desde la misma calle, en pie, bajo el sol o bajo los paraguas, llegando incluso a bloquear la acera; aquellas Eucaristías del ya famoso padre Javier Alaminos que duraban dos horas -de once a una-, por las que los chicuelos le llamaban con ingenio “el padre eterno”. Sus homilías, lejos de aburrir, distraían, consolaban, educaban, aconsejaban, apoyaban y alegraban a todos. Hubo pues que plantearse reformar el edificio eclesial para que pudiese acoger a todos los fieles. Así, diez años después de su inauguración primera, en septiembre de 1986 se abrían las puertas de la nueva Parroquia de la Sagrada Familia, ampliada y mejorada y donde, ahora sí, cabían todos.
Al mismo tiempo -porque una cosa no quitaba la otra- y con una ingente inversión de medios económicos y humanos, esfuerzo e ilusión por parte de las distintas comunidades –una en cada barrio- que ayudaban sin desfallecer al padre Javier, se iban construyendo, uno a uno, los distintos oratorios, versiones chiquitas de la Parroquia de la Sagrada Familia, construidos casi a su imagen y semejanza, como si de hermanos pequeños se tratase. Primero se levantó el Oratorio de Santa Rita, inaugurado en 1980, al que siguieron el Oratorio de la Inmaculada Concepción (la Cuchilla) en 1982, el Oratorio de San Francisco Javier en 1984, el Oratorio de San José en 1985, el Oratorio de San Miguel en 1990, y por último el Oratorio de la Medalla Milagrosa, en 1992. El padre Javier también asumió la ampliación y reforma de la Parroquia de Nuestra Señora de la Esperanza, un templo que ya existía pero se encontraba en mal estado.
Oratorio de Santa Rita (fotografía del día de su inauguración) |
Oratorio de la Inmaculada Concepción (La Cuchilla) |
Oratorio de San Francisco Javier |
Oratorio de San José |
Oratorio de San Miguel |
Oratorio de la Medalla Milagrosa |
Parroquia de Nuestra Señora de la Esperanza |
El capacitado sacerdote se las maravillaba para atender él solo a todas sus parroquias, porque era consciente de que el alma, la inspiración y el aliento de esas congregaciones eran él mismo. Así que no le importó sobrecargarse de trabajo, y cada día de la semana acudía a uno de los oratorios para hacerse cargo de todo lo que hubiese que hacer -misas, coros de feligreses, celebraciones, cursos de formación que pagaba de su bolsillo, catequesis, retiros espirituales, reuniones para matrimonios y familias-, reservando los domingos para atender la Parroquia de la Sagrada Familia, cuyas misas se retransmitían ya por la radio y televisión locales de Quetzaltenango (Xelacable). Cada Navidad removía Roma con Santiago para montar preciosos belenes y organizar colectas de dinero –al fin y al cabo, pedir era la especialidad de aquel cura pedigüeño- para que cada niño, de cada comunidad, tuviese en sus manos un juguete el día de Navidad. Las colas de chiquillos ilusionados ante cada oratorio todos los 24 de diciembre eran célebres: hileras de niños pobres, muchos desnutridos o minusválidos, pero felices por un día con su regalito navideño. Con el paso de los años aquellas comunidades crecieron y maduraron; llegaron nuevas generaciones: los padres se convirtieron en abuelos y los hijos en padres. Generaciones nuevas que aprendían, gracias a la voluntad inquebrantable del padre Javier, el mensaje que comenzó Jesús hace dos mil años.
En los casi cuarenta años, desde 1957 a 1996 –veinticuatro de ellos en Quetzaltenango-, que el padre Javier pasó en Guatemala, no todo fueron alegrías y satisfacciones. Entre los años 1980 y 1995 la dictadura militar acosó hasta la extenuación a la población indígena, situación que indignaba, y mucho, al padre Javier. Desde su púlpito denunciaba sin cortapisas los abusos, circunstancia por la cual el sacerdote fue perseguido y hasta amenazado de muerte, acusado de incitar a la rebelión: era considerado un peligroso izquierdista por defender a los más humildes y desvalidos de la sociedad guatemalteca. “Cuando el río truena, piedras lleva” afirmaban sus perseguidores, intentando justificar su asedio a aquel cura metomentodo. Aunque no tenía miedo, más de una y más de dos veces tuvo el padre Javier que esconderse en el maletero de un coche para que no acabasen con su vida. Y él no quería morir; todavía le quedaba mucho por hacer.
En los casi cuarenta años, desde 1957 a 1996 –veinticuatro de ellos en Quetzaltenango-, que el padre Javier pasó en Guatemala, no todo fueron alegrías y satisfacciones. Entre los años 1980 y 1995 la dictadura militar acosó hasta la extenuación a la población indígena, situación que indignaba, y mucho, al padre Javier. Desde su púlpito denunciaba sin cortapisas los abusos, circunstancia por la cual el sacerdote fue perseguido y hasta amenazado de muerte, acusado de incitar a la rebelión: era considerado un peligroso izquierdista por defender a los más humildes y desvalidos de la sociedad guatemalteca. “Cuando el río truena, piedras lleva” afirmaban sus perseguidores, intentando justificar su asedio a aquel cura metomentodo. Aunque no tenía miedo, más de una y más de dos veces tuvo el padre Javier que esconderse en el maletero de un coche para que no acabasen con su vida. Y él no quería morir; todavía le quedaba mucho por hacer.
Muchos, por no decir todos, eran los feligreses que estaban convencidos de que el padre Javier se quedaría con ellos para siempre, y que sería enterrado en su querida parroquia de Xela. Pero el destino –si es que fue el destino- había previsto un giro inesperado en la vida de Javier Alaminos. El sacerdote fue reclamado por las autoridades eclesiásticas españolas, que consideraban que su misión en Guatemala ya se debía dar por concluida, después de tantos años. Por su enorme aptitud y experiencia se le requirió para ponerse al frente de la Procura Central de Misiones en Madrid, donde nuestro sacerdote trabajó dos años hasta que, sintiéndose anciano y enfermo, solicitó el traslado definitivo a su pueblo natal, Otívar, adonde llegó en el año 1998.
Aunque establecido definitivamente en España, el padre Javier aún regresó a Guatemala en cuatro ocasiones. Cuando corría la noticia de que iría de visita, sus iglesias y comunidades guatemaltecas -atendidas por otros sacerdotes- se vestían de fiesta para recibirlo, escuchar sus misas y celebrar reuniones, bautizos y bodas aprovechando su presencia. La última vez que el anciano sacerdote viajó a Guatemala fue en junio del año 2011, con ocasión del trigésimo quinto aniversario de la Parroquia de la Sagrada Familia. El padre Javier sabía que estaba gravemente enfermo y que ya no podría volver más, y por ese motivo no quiso despedirse de nadie: era consciente de que su marcha definitiva dolería a todos. Sus últimos años los dedicó en cuerpo y alma, porque no sabía hacerlo de otra manera, a la Parroquia de San José, en el barrio del Albaicín de Granada, donde continuó con su línea de entrega absoluta a los más débiles. Falleció con 89 años, el 7 de mayo de 2016, exhausto de trabajar, satisfecho por la labor realizada, pobre porque entregó todo lo que tenía y, sobre todo, feliz y en paz, porque se fue sabiendo tenía reservado un lugar en el corazón de muchas personas. Sus restos descansan desde entonces junto a los de sus padres en el cementerio de Otívar, abrazado amorosamente por las cumbres siempre verdes de Sierra Almijara, la montaña que lo vio nacer.
Aunque establecido definitivamente en España, el padre Javier aún regresó a Guatemala en cuatro ocasiones. Cuando corría la noticia de que iría de visita, sus iglesias y comunidades guatemaltecas -atendidas por otros sacerdotes- se vestían de fiesta para recibirlo, escuchar sus misas y celebrar reuniones, bautizos y bodas aprovechando su presencia. La última vez que el anciano sacerdote viajó a Guatemala fue en junio del año 2011, con ocasión del trigésimo quinto aniversario de la Parroquia de la Sagrada Familia. El padre Javier sabía que estaba gravemente enfermo y que ya no podría volver más, y por ese motivo no quiso despedirse de nadie: era consciente de que su marcha definitiva dolería a todos. Sus últimos años los dedicó en cuerpo y alma, porque no sabía hacerlo de otra manera, a la Parroquia de San José, en el barrio del Albaicín de Granada, donde continuó con su línea de entrega absoluta a los más débiles. Falleció con 89 años, el 7 de mayo de 2016, exhausto de trabajar, satisfecho por la labor realizada, pobre porque entregó todo lo que tenía y, sobre todo, feliz y en paz, porque se fue sabiendo tenía reservado un lugar en el corazón de muchas personas. Sus restos descansan desde entonces junto a los de sus padres en el cementerio de Otívar, abrazado amorosamente por las cumbres siempre verdes de Sierra Almijara, la montaña que lo vio nacer.
Con el padre Julio Mendi (actual párroco de la Sagrada Familia) en la celebración del 35ª aniversario de esa parroquia. Fue la última vez que visitó Guatemala |
El padre Javier descansa junto a sus padres en su pueblo natal, Otívar |
EPÍLOGO
Cómo resumir en palabras toda una vida de renuncia a sí mismo a favor de los otros; condensar en meras frases cuarenta años de esfuerzo en las misiones de Guatemala. Cómo compendiar tantas obras, físicas y espirituales, que realizó el padre Javier –en este reportaje no están todas-; describir la aflicción de sus ocho comunidades religiosas cuando el sacerdote se marchó: hombres, mujeres y niños, huérfanos del hombre que había sido mucho más que un sacerdote para todos ellos: padre, abuelo, tío, consejero, tutor, psicólogo, orientador, médico del cuerpo y del alma, despertador de conciencias, rescatador de matrimonios y familias en crisis, liberador de quienes tenían problemas con el alcohol y las drogas, tutor de jóvenes que no tenían nada y hoy son hombres y mujeres de provecho. Cuántos varones de Xela llevan hoy el nombre de Francisco Javier, porque para muchos guatemaltecos aquel cura llegado de España se había convertido en un miembro más de la familia.
Ese amor fue recíproco: desde España el padre Javier seguía en contacto diario con sus amigos y feligreses de Guatemala. Por todos preguntaba y a todos enviaba su bendición. Y es que, si el sacerdote se había quedado a vivir para siempre en el corazón de su congregación guatemalteca, ellos a su vez vivían también en el del viejo sacerdote, que los añoraba cada vez más. En su día a día, cualquier momento era bueno para hablar de Guatemala y su gente. Tanto fue así que, incluso en su correspondencia con su amigo el cardenal de Cracovia, Stanislaw Dziwisz -que fue secretario personal del papa Juan Pablo II-, el padre Javier recordaba los años invertidos en las misiones de Guatemala como los mejores de su vida.
Ilustrísimo Sr. Cardenal Stanislaw Dziwisz, Cracovia.
Querido Sr Cardenal,
He recibido su carta del 10 de octubre pasado, hace pocos días. No sé por qué tardan tanto, estando relativamente cerca, y más ahora, con los medios de comunicación tan rápidos. Pero, lo importante, ha llegado a mis manos, y como siempre me ha llenado el corazón de alegría.
Ciertamente la Providencia, ese Dios Padre bueno, manifestado en Jesús, nos hacen regalos inesperados… ¡Qué maravilla! Y qué profundidad de misterio. Y qué cercanía se siente en el corazón y el alma. Comprendo, así, que San Juan de la Cruz nos dejara todo eso plasmado en sus versos:
“Mil gracias derramando
pasó por estos sotos con presura
y, yéndolos mirando
con sola su figura
prendados los dejó de su hermosura”
¿Verdad que sí? Yo me emociono y bendigo al Señor que me hace sentir su Presencia en todas partes y de miles de maneras. ¿Y sabe quién me ayudó a descubrir El que parecía ausente, estando siempre presente? Los indígenas de mi Parroquia en Quetzaltenango, en Guatemala, los de la selva del Petén y las familias del Movimiento Familiar Cristiano. Doy gracias al Señor y a la Virgen que me regalaron el don maravilloso de ser sacerdote y poder trabajar con gente tan sencilla.
Tengo la estampa que usted me mandó en mi mesita de noche, la pongo, al acostarme, debajo de mi almohada, y le pido al Buen Papa Juan Pablo II que me conceda, por intercesión de la Virgen, ser sacerdote según el corazón de Cristo. Y siento como si mi cabeza descansara sobre la sotana del Gran Papa. Y me duermo feliz…
Gracias, gracias por todo. Por escribirme, por sus oraciones para todos nosotros, por su opinión sobre mi pobre persona, y por ser como es: sencillo y bueno. Gracias, muchas gracias. Que el Señor le bendiga. Un abrazo de hermano,
Padre Javier Alaminos
(Transcripción de una carta del padre Javier al cardenal de Cracovia, fechada el 1 de diciembre de 2008)
Cómo resumir en palabras toda una vida de renuncia a sí mismo a favor de los otros; condensar en meras frases cuarenta años de esfuerzo en las misiones de Guatemala. Cómo compendiar tantas obras, físicas y espirituales, que realizó el padre Javier –en este reportaje no están todas-; describir la aflicción de sus ocho comunidades religiosas cuando el sacerdote se marchó: hombres, mujeres y niños, huérfanos del hombre que había sido mucho más que un sacerdote para todos ellos: padre, abuelo, tío, consejero, tutor, psicólogo, orientador, médico del cuerpo y del alma, despertador de conciencias, rescatador de matrimonios y familias en crisis, liberador de quienes tenían problemas con el alcohol y las drogas, tutor de jóvenes que no tenían nada y hoy son hombres y mujeres de provecho. Cuántos varones de Xela llevan hoy el nombre de Francisco Javier, porque para muchos guatemaltecos aquel cura llegado de España se había convertido en un miembro más de la familia.
Ese amor fue recíproco: desde España el padre Javier seguía en contacto diario con sus amigos y feligreses de Guatemala. Por todos preguntaba y a todos enviaba su bendición. Y es que, si el sacerdote se había quedado a vivir para siempre en el corazón de su congregación guatemalteca, ellos a su vez vivían también en el del viejo sacerdote, que los añoraba cada vez más. En su día a día, cualquier momento era bueno para hablar de Guatemala y su gente. Tanto fue así que, incluso en su correspondencia con su amigo el cardenal de Cracovia, Stanislaw Dziwisz -que fue secretario personal del papa Juan Pablo II-, el padre Javier recordaba los años invertidos en las misiones de Guatemala como los mejores de su vida.
Ilustrísimo Sr. Cardenal Stanislaw Dziwisz, Cracovia.
Querido Sr Cardenal,
He recibido su carta del 10 de octubre pasado, hace pocos días. No sé por qué tardan tanto, estando relativamente cerca, y más ahora, con los medios de comunicación tan rápidos. Pero, lo importante, ha llegado a mis manos, y como siempre me ha llenado el corazón de alegría.
Ciertamente la Providencia, ese Dios Padre bueno, manifestado en Jesús, nos hacen regalos inesperados… ¡Qué maravilla! Y qué profundidad de misterio. Y qué cercanía se siente en el corazón y el alma. Comprendo, así, que San Juan de la Cruz nos dejara todo eso plasmado en sus versos:
“Mil gracias derramando
pasó por estos sotos con presura
y, yéndolos mirando
con sola su figura
prendados los dejó de su hermosura”
¿Verdad que sí? Yo me emociono y bendigo al Señor que me hace sentir su Presencia en todas partes y de miles de maneras. ¿Y sabe quién me ayudó a descubrir El que parecía ausente, estando siempre presente? Los indígenas de mi Parroquia en Quetzaltenango, en Guatemala, los de la selva del Petén y las familias del Movimiento Familiar Cristiano. Doy gracias al Señor y a la Virgen que me regalaron el don maravilloso de ser sacerdote y poder trabajar con gente tan sencilla.
Tengo la estampa que usted me mandó en mi mesita de noche, la pongo, al acostarme, debajo de mi almohada, y le pido al Buen Papa Juan Pablo II que me conceda, por intercesión de la Virgen, ser sacerdote según el corazón de Cristo. Y siento como si mi cabeza descansara sobre la sotana del Gran Papa. Y me duermo feliz…
Gracias, gracias por todo. Por escribirme, por sus oraciones para todos nosotros, por su opinión sobre mi pobre persona, y por ser como es: sencillo y bueno. Gracias, muchas gracias. Que el Señor le bendiga. Un abrazo de hermano,
Padre Javier Alaminos
(Transcripción de una carta del padre Javier al cardenal de Cracovia, fechada el 1 de diciembre de 2008)
“Cuando Dios presta, le da a uno hasta la chamarra”, dice un refrán guatemalteco. También a través del padre Javier, el niño que nació y creció como acomodado aristócrata y que eligió morir pobre por entregar a los demás todo lo que tenía, hasta a sí mismo. Y de forma anónima, sin confesar a nadie que había invertido en las misiones su patrimonio personal -“que tu mano derecha no sepa lo que hace la izquierda…”-. Pocas personas hubo con tanto carisma y tan consecuentes con sus creencias como el joven misionero que llegó a Guatemala portando una maleta con una casulla, un misal y muchos sueños, y que se fue de allí dejando tanto, dejando todo, hasta su alma. Sobre todo, su alma.
POST SCRIPTUM
El legado del sacerdote misionero Francisco Javier Alaminos Pérez continúa vivo; persiste, inspira y se fortalece día a día en sus iglesias, a través de los miembros del COFA y de todos los que le conocieron y le amaron. Los descendientes de sus feligreses continúan acudiendo a misa cada domingo, y todavía se acercan a comulgar con la mano sobre el corazón y la mirada serena, elevada hacia el altar, conmovidos ellos y conmovido todo el que los ve: puedo dar fe de ello. Allá donde se encuentre, seguro que al padre Javier le gustará saberlo…
Misa del domingo 19 de enero de 2020 en la Parroquia de la Sagrada Familia |
VÍDEO. Entrevista padre Javier
VÍDEO. Gracias por ser de Dios
ESTE REPORTAJE ESTÁ DEDICADO AL PUEBLO DE GUATEMALA
Agradecimientos: Familia Dellachiessa Cabrera, Antonieta y padre Werner Córdova, Miguel Ángel Jiménez, Otto Hernández, Constantino Villagrán, Familia Gramajo, Familia de Ethel Argueta, Familia De León, Centro de Orientación Familiar (COFA), Comunidades de la Parroquia de la Sagrada Familia y de Nuestra Señora de la Esperanza, y de los Oratorios de Santa Rita, Inmaculada Concepción, San Francisco Javier, San José, San Miguel y Medalla Milagrosa.
Y a todos los guatemaltecos que, generosa y amablemente, me ayudaron a llevar a buen término este reportaje.
Texto y fotos: Mariló V. Oyonarte
Vídeos de Lucía Cabrera y Carlos Luengo
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