
Hay personajes difíciles de encuadrar. Don Francisco Bermúdez de Castro y Montes –más conocido en sus posesiones como don Paco–, marqués de Montanaro y dueño de media Sierra Almijara, fue un hombre de naturaleza ambigua, oscura y contradictoria. Su trágica historia no dejará indiferente a nadie.
INTRODUCCIÓN
Esta es la crónica de un drama que afectó a una comarca entera de Sierra Almijara; se prolongó durante décadas y concluyó repentinamente, el 17 de febrero de 1898, con el asesinato del protagonista de esta historia. Una historia truculenta y delicada de tratar debido a la crudeza de los acontecimientos que se describen –por increíbles que parezcan, son todos veraces–, y bastante desconocida fuera de su entorno. Para presentar al personaje de don Francisco tal y como fue, lejos de leyendas, suposiciones o hechos no comprobados, la narración se apoya en unos testimonios excepcionales: los que dejaron su esposa y su hija por escrito –en cartas a familiares, diarios y otros papeles–, que han aportado descendientes directos de nuestro protagonista. Gracias a la fiabilidad absoluta de esas fuentes y de acontecimientos históricamente probados, a las indagaciones en el Archivo de Cázulas y en hemerotecas, y depurando investigaciones hasta dejarlas en hechos pelados, he podido reconstruir lo más significativo de la vida de don Francisco Bermúdez de Castro y Montes, segundo marqués de Montanaro, un personaje que dejó memoria muy amarga en su lugar.
(Las fotografías de época que aparecen en este reportaje provienen del Archivo de Cázulas. Las imágenes del siglo XIX y comienzos del XX han sido reveladas a partir de negativos en vidrio por Javier de Pablos Ramos, Técnico Superior de la Administración General del Estado y Conservador del Patrimonio, especialista en archivos fotográficos).

Antes que nada, tener en cuenta que don Francisco Bermúdez de Castro y Montes, el señor marqués o don Paco Castro –que de las tres formas era llamado–, fue un ser enigmático y desconcertante que, a pesar de lo que creyeron sus contemporáneos, pocos llegaron a conocer en profundidad. Protegido por la altura de su rango y las conveniencias sociales del siglo XIX, utilizaba la honorabilidad con maestría y su aparente virtud como instrumento al servicio de la vileza más innoble, valga el contrasentido. El relato de su vida se vio afectado, a lo largo de más de un siglo, por la confrontación de dos puntos de vista opuestos entre sí que terminaron convirtiéndose en la leyenda que ha llegado a nuestros días. Y aquí radica el interés de esta historia. ¿Cómo es posible que una misma persona generase sentimientos tan contrarios según, donde y con quien se hallase? Para sus amistades de Granada, Madrid y la alta sociedad, el marqués de Montanaro representaba la quintaesencia del perfecto caballero; para su familia, sus empleados en Cázulas y los habitantes de esa comarca almijareña resultó ser la encarnación del mismo diablo, circunstancia que, finalmente, propició su asesinato. La doble personalidad del marqués, su pretendida omnisciencia y su memorable capacidad para la impostura son, tal vez, los puntos más llamativos de esta crónica.
Para conocer mejor al personaje y las circunstancias que sellaron su destino debemos abordar el relato desde las dos perspectivas –la favorable y la desfavorable–, pues tanto una como otra ayudan a desentrañar la retorcida naturaleza de nuestro protagonista. La primera parte repasa su vida, desde el nacimiento hasta la muerte, con curiosas anécdotas de sus costumbres y de su manera de pensar y conducirse, que agradecemos a los testimonios familiares antes mencionados, más otros de quienes le conocieron en su tiempo, y datos históricos extraídos del Archivo de Cázulas. La segunda parte, dramática e interesante por la información que facilita –incluyendo la autopsia detallada del finado–, quedará a cargo de uno de los amigos más cercanos del marqués: el periodista e intelectual granadino Francisco Seco de Lucena, cronista de “El Defensor de Granada”, que no dudó en esgrimir su pluma para salvaguardar la dignidad del malogrado Bermúdez de Castro. Seco de Lucena narró la evolución de los acontecimientos –y también sus impresiones personales– a lo largo de varios artículos periodísticos que más bien parecen relatos de Ágata Christie, como veremos más adelante. El sorprendente, paradójico e inesperado final del suceso y lo que ocurrió con la viuda y la hija del marqués serán el broche de oro que cierre esta historia.

LA HISTORIA DE FRANCISCO BERMÚDEZ DE CASTRO Y MONTES
Francisco Bermúdez de Castro y Montes nació en Granada en abril de 1851 y fue bautizado en la Basílica de las Angustias el 1 de mayo de ese mismo año. Hijo del ilustre don Francisco de Paula Bermúdez de Castro y Ruiz, primer marqués de Montanaro (nacido en Motril en enero de 1815) y de la acaudalada doña Ana de Montes y Gómez (nacida en La Zubia en 1826), dama de la alta sociedad granadina y legítima propietaria de la finca de Cázulas por herencia paterna), Francisco –o Paquito, como le llamaban en casa– fue el mayor de tres hijos; él y sus hermanos Narciso y María del Mar (que murió a los diez años de edad) se criaron en un ambiente refinado y selecto, legado de tiempos muy antiguos, cuando los miembros de la aristocracia guardaban a rajatabla la distinción de rango –no consentían en mezclarse con personas no pertenecientes a su misma clase social, haciendo suyo el viejo lema “la vostra miseria non mi tange”– y una autoridad casi omnímoda, adquirida a lo largo de siglos mediante el dominio social y económico de muchas generaciones de una misma familia.


Don Francisco era un galán de buena estampa, joven, airoso y acaudalado, cualidades por las que le hacían ojitos muchas mujeres. Sus incontables aventuras amorosas, pues, dieron mucho que hablar; de él se decía que se enredaba en el vuelo de una falda cualquiera. Todas las féminas llamaban su atención: desde las atildadas damas que asistían a los bailes de los salones más distinguidos de Madrid, San Sebastián y Granada, delicadas como la porcelana y de un pizpiretismo empalagoso, hasta las rústicas mozuelillas, robustas, sanas y coloradotas como amapolas silvestres, que pululaban por sus fincas de Granada y Cáceres. ¿Que alguna mujer se lo ponía difícil? ¡Bah, era cuestión de habilidad! Todos los burros comen cebada: sólo había que saber dársela. Además y en el fondo, él menospreciaba a todas las que se dejaban seducir por su repeinado figurín; ninguna de ellas, ni en el mejor de sus días, era lo bastante buena para él. Su sequedad de corazón le inducía a mariposear de flor en flor, libando en todas sin pararse en ninguna, asomando a sus ojos –por qué molestarse en disimular– la arrogancia y el desdén. Y es que por ser él quien era “había nacido de pie, a diferencia de todos los demás, que habían caído en este mundo como talegos” (solía decir esta expresión con frecuencia, a modo de gracieta).
A la muerte de su padre, don Francisco de Paula Bermúdez de Castro y Ruiz (ocurrida el 30 de julio de 1885, a la edad de 72 años) y la de su madre, doña Ana de Montes y Gómez, nueve años después (el 28 de junio de 1894, a la edad de 67 años), el flamante segundo marqués de Montanaro heredó por derechos de primogenitura las posesiones, títulos nobiliarios, enjundias y prebendas acumuladas por sus ancestros durante generaciones. Una de sus propiedades más valoradas era la finca de Cázulas, en la sierra de la Almijara, legado directo de su madre, que a su vez había recibido de su padre, don Andrés de Montes y Vela, allá por el año 1852.




Allí se había criado don Francisco de niño, y allí llevó a su esposa cuando le llegó el momento del casorio, que menester era pensar en una familia, más que nada por ofrecer un heredero a su nombre y patrimonio –la familia, como quedó patente, le traía bastante sin cuidado–. No dudamos de su buena intención en un principio pero ay, que, en su reino, el marqués de Montanaro regía sobre todo y sobre todos, con aquella arrogancia sibilina disfrazada de benevolencia tan suya, que usaba cuando se dirigía a sus amistades o hacía obras caritativas encaminadas a crearse buena fama, algo que cada vez le iba haciendo más falta.
Don Francisco se casó en la parroquia castrense de Mahón (Mallorca) el 15 de agosto de 1888. La envidiada –que no dichosa– recién desposada, una cándida muchacha de diecinueve años que salió del calor de su casa para entrar en los rigores de un matrimonio por estricta conveniencia, era dulce y reservada, talentosa, culta, sentimental y una gran lectora, sobre todo de libros religiosos y morales, algo muy en boga entre las señoritas de su condición. Doña Loreto Seriñá y Lillo era bonita –menuda, rubia y de ojos claros, con una tez tan fina y transparente que parecía toda ella un puro armiño–, descendía de una linajuda familia de militares de alto rango y prosapia, y había sido educada con una estricta disciplina. No en vano su padre era el teniente general don Julio Seriñá Raimundo, comandante general del Quinto Cuerpo del Ejército, capitán general de Aragón y, decían, que el último gobernador militar de Filipinas. Total... los tiempos primeros de vida en común del nuevo matrimonio transcurrieron en una aparente armonía que resultó bendecida con el nacimiento, el 25 de septiembre de 1889, de la que sería la única hija del matrimonio, la heredera y última representante del marquesado de Montanaro, doña María del Mar Bermúdez de Castro Seriñá y Lillo. La pequeña llevaba el nombre de la hermana de su padre, fallecida cuando era una niña.





Pero decíamos al principio, y esto es lo extraordinario, que nuestro protagonista ofrecía dos caras radicalmente opuestas. Mientras estos hechos sucedían en sus posesiones de Sierra Almijara, en Granada capital y otros lugares las cosas eran muy distintas. Las amistades de don Francisco –aristócratas enlevitados y prebostes de la política, la economía y la cultura– no tenían certeza de las oscuridades del carácter y la conducta del marqués de Montanaro, aunque sí sospechaban que algo no cuadraba con la idea que tenían de su excelente amigo: al hombre, irrefrenable a menudo en sus antojos y excentricidades, le costaba cada vez más esconder su naturaleza. Aun así, como reza el refrán –cría fama y échate a dormir–, don Francisco seguía estando muy bien considerado, y era ensalzado en público cada vez que surgía la oportunidad. Buen ejemplo de ello fue la noticia que se publicó en los principales periódicos de la época, con ocasión del gran terremoto que devastó Alhama de Granada y parte de su comarca, y que afectó también al señorío de Cázulas.
“En Otívar se ha perdido la tercera parte de las casas, y otras varias amenazan ruina. (…) El digno diputado señor Bermúdez de Castro y Montes ha ofrecido su casa y bienes á todos, socorriendo á cuantos á él llegan. Pero esto, el celo de las autoridades, funcionarios públicos y mayores contribuyentes es nada ante lo que se necesita (…)”
(Diario La Vanguardia, 7 de febrero de 1885, páginas 5 y 6)
Y es que en el tráfago de la ciudad había que tener extremo cuidado con la información que circulaba –y don Francisco esto lo sabía muy bien–, porque la sociedad urbana estaba mejor predispuesta a condenar cualquier hecho que a perdonarlo. El marqués procuraba controlar cuidadosamente todo lo que se decía de él en los círculos influyentes, como representante y modelo que era de la esfera social más elevada: él se encargaba de que sus afanes se supieran, y de que sus “pecadillos” se quedasen en casa o se olvidasen pronto. De tenerla, su conciencia era más dura que las piedras; no se alteraba por nada, cual si creyera que el mundo no tenía ningún derecho a hacerle padecer por ser él un mortal elegido, relevado de las miserias que afligen al resto de los hombres. Pero, está claro, es imposible engañar a todos todo el tiempo. La situación, enquistada e infectada ya, empezaba a dar un giro que nadie que supiera la verdad del caso podría decir que fuese imprevisible.



La suerte estaba echada y nadie barajaba echarse atrás. Todos se miraron; los rostros de los allí congregados reflejaban la huella profunda dejada por décadas de tiranía y atropello de sus derechos y los de sus familias, y por la necesidad de redimirlos. No eran asesinos, eran hombres desesperados: campesinos honrados que sólo sabían labrar la tierra, pero también almas en las que fueron anidando mil rencores, generados por maltratos e injusticias que duraron años. Al alba, cuando aún no cantaban los pájaros, quedó perfectamente acordado el plan y el papel que cada cual jugaría en el asunto. ¿Fueron las suyas manos negras que se volvieron enemigo oculto, feroz y vengativo, o manos blancas que creyeron que esa era la única manera de vivir sus vidas en paz? El destino, andando el tiempo, lo dejaría bien claro.
Don Francisco era consciente de que su persona no despertaba muchas simpatías –de tonto no tenía un pelo–, pero prefirió pensar que las caras de palo y el evidente resentimiento que levantaba a su paso se debían a pequeñeces y malquerencias absurdas, propias de la gente llana, que nunca irían a ninguna parte. Es cierto que notaba la diferencia de trato que se le dispensaba en comparación con su esposa, la dulce doña Loreto; ella vivía definitivamente retirada en sus habitaciones, sin salir apenas y tratando lo justo a su marido, siempre en compañía de la pequeña María del Mar –de la que no se separaba y que crecía feliz, ajena a la deletérea relación existente entre sus padres– y de sus doncellas, que demostraban en cada gesto el apego que sentían por su señora, por la niña y por la casa. El marqués no se preocupaba: nadie era más indulgente con sus propias culpas que él.

Don Francisco era hombre de costumbres fijas: cada mañana a eso de las diez, después de un opíparo desayuno de varios platos y guante blanco en el comedor del palacete, montaba en su jaca Pañera –su preferida–, un bello animal de raza cartujana, y ambos salían a dar una vuelta por sus campos, altanera la jaca y altanero el jinete. Se daba la circunstancia de que durante los meses de enero y febrero del año 1898 sus jornaleros estaban plantando unas parras en el paraje cazuleño conocido como la Viña del Colmenar, así que la mañana del 17 de febrero el marqués, como todos los días a las diez de la mañana, tomó la vereda que conducía a la viña –que partía desde las mismas tapias de Cázulas–, cruzaba el Río Verde y ascendía en rápido zigzag hasta los bancales donde se estaban sembrando las cepas, con la intención de inspeccionar cómo iba la tarea.

La mañana estaba fresca y el aire era tan diáfano que casi crujía; don Francisco cabalgaba sereno, empoderado y sin recelos camino del río, cuando coincidió –oh, casualidad– con el teniente alcalde de Otívar, Andrés Torres, que también iba a caballo esa mañana. Este le preguntó, así al desgaire y como quien no quiere la cosa, que a dónde se dirigía esa mañana, sugiriendo a continuación que, si llevaban el mismo camino, podría acompañarlo un trecho. Asintió el marqués y cabalgaron juntos más o menos un kilómetro, trayecto durante el cual Andrés no pudo articular palabra de tan seca como tenía la boca. Cuando el teniente alcalde se cercioró de que don Francisco se encaminaba directo hacia el lugar acordado para sorprenderlo –tal y como habían previsto en Los Mesoncillos–, comenzó a interpretar su papel. Al llegar al Río Verde, justo donde la vereda curvaba a la izquierda y comenzaba el ascenso a los bancales, Andrés avisó al marqués de que se iba a parar unos minutos.
–Don Paco, tire usted p’arriba que yo voy a retrasarme un poco pa dar el agua al caballo aquí en el río, que lo veo fritico. En nada le alcanzo yo…
–Mira de no tardar mucho, que te quiero hacer un encargo antes de que te vayas. O mejor, luego te pasas por la casa y me esperas, si yo no he llegado.
Y, sin más, en el cauce de Río Verde se separaron, justo en el punto donde el camino se ensancha y el río también. El marqués encaró las curvas y contracurvas que traza la vereda empedrada en su recorrido hacia la Viña del Colmenar, y Andrés Torres se quedó en el río, con el alma en vilo y el corazón a punto de salírsele por la boca, mientras el incauto don Francisco se perdía de vista cuesta arriba, por la espesura de pino y palmito que sombreaba el sendero. No habían pasado cinco minutos –o eso le pareció al aterrorizado Andrés– cuando, en la fría serenidad de aquella mañana de invierno, irrumpió el estruendo de dos disparos de escopeta, uno detrás de otro, con pocos segundos de diferencia entre sí.
Luego se hizo un silencio absoluto.

(CONTINUARÁ EN LA SEGUNDA PARTE)
Escrito por Mariló V. Oyonarte
Fotografías: Archivo de Cázulas y Mariló V. Oyonarte
Con la colaboración de Javier de Pablos Ramos, Alberto Martín Quirantes, Francisco “Chico” Novo y Lucía (del cortijo Venta Los Mesoncillos).
**La noticia en Radio Alhama (i)**


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