Compra y crianza del cerdo: una necesidad hecha tradición
En un tiempo en que las despensas rurales dependían casi exclusivamente de lo que se produjese y conservase en casa, el cerdo se convirtió en el pilar de la alimentación familiar. Comprar y criar un cerdo, (o "marrano", o guarro), representaba una inversión en sustento y seguridad para todo el año.
El día de la matanza, el día grande
Rezan algunos refranes: Por San Martín, mata tu gorríno y destapa tu vinín. Por San Martino, prueba tu vino y mata tu cochino. Por San Martín, se mata el gorríno; por San Andrés, a dos y a tres. Por Santa Catalina (4 de diciembre), mata tu cochina. Por la Concepción (día 8) mata tu cebón. Por Navidad, flaco o gordo todo va. Si tenemos diversidad de refranes repetidos en distintas zonas rurales, ello quiere decir que el hecho en sí era importantísimo. Ello refleja que el cerdo aseguraba el abastecimiento de carne a la mayoría de las familias (jamón, costillas, tocino, chorizo...) y relativamente costaba muy poco criarlo.
Generalmente, el sacrificio se realizaba en las primeras horas del día. El cerdo era sujetado por varios hombres mientras el matarife profesional lo sacrificaba mediante un corte preciso en el cuello para desangrarlo. La sangre se recogía en un recipiente y se removía continuamente para evitar que se coagulara, ya que era fundamental para la elaboración de la morcilla.
Las mujeres cocían la cebolla en una caldera y, una vez cocida, la depositaban en una canasta hecha de mimbre o caña. La canasta se colgaba o se colocaba sobre un recipiente para escurrir toda el agua. Estas canastas tenían usos múltiples, desde escurrir alimentos hasta llevar la ropa al río para lavarla.
Cuando el cerdo ya había sido sacrificado, se colocaba sobre una mesa o tablón para eliminar el pelo, esto es literalmente se afeitaba. Se vertía agua caliente sobre el cuerpo del animal y se raspaba cuidadosamente hasta dejarlo impecable.
Una vez finalizado el raspado, el cerdo se colgaba de las patas traseras con un camal, palo grueso ligeramente curvado, del que se suspende por las patas traseras al cerdo muerto. En esta posición, se procedía al “rajado”, que consistía en abrir al animal longitudinalmente para extraer las tripas y órganos internos, como las vísceras, el corazón, los pulmones y el hígado.
Preparación de los embutidos
Mientras los matarifes y los hombres realizaban las tareas del despiece, las mujeres se dedicaban a preparar los aderezos. Las tripas (es el nombre coloquial del tubo digestivo de los seres vivos del reino animal, ya sea considerado en todo o en parte, en este caso del cerdo), del cerdo eran colocadas en canastas y llevadas al río para lavarlas cuidadosamente. Estas tripas se utilizaban para confeccionar embutidos como morcillas, chorizos y salchichas.
Al mediodía, la familia y los vecinos compartían unas migas o patatas con asadura frita, acompañadas de buen vino. Tras esta pausa, el cerdo, que había pasado la noche colgado para enfriarse y facilitar su despiece, era dividido en partes específicas según el destino de la carne: jamón, lomo, panceta, costillas, entre otras. Los jamones y las paletillas se colocaban en sal durante varios días antes de colgarlos en las habitaciones más ventiladas de la casa para su curación.
El trabajo de las mujeres continuaba con la preparación de los embutidos. Este proceso, minucioso y esencial, incluía condimentar y mezclar las especias para rellenar las tripas con masa de morcilla, chorizo, longaniza y salchicha. Los embutidos se colgaban en balcones, patios u otros lugares ventilados para su secado.
La celebración
La fiesta no estaba completa sin la presencia de los niños, quienes correteaban por el lugar, disfrutando del ambiente y aprendiendo, casi sin darse cuenta, las tradiciones que un día serían suyas.
Al caer la tarde, tras horas de trabajo conjunto, se degustaban las primeras morcillas y otras partes del cerdo, acompañadas de vino y cánticos que resonaban en el aire frío.
Conservación y legado
Durante el invierno, lo que no se consumía de inmediato se conservaba en orzas con aceite. Los lomos adobados también se guardaban en orzas, asegurando provisiones para el resto del año.
En Jayena, esta costumbre no solo aseguraba alimentos para los meses fríos, sino que también reforzaba los lazos comunitarios. Era un ritual de unión, esfuerzo compartido y agradecimiento por los frutos de la tierra y el trabajo colectivo.
Aunque el tiempo ha transformado algunas de estas tradiciones, el espíritu de aquellos días aún vive en la memoria de quienes los vivieron.
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