Gabriel López Moreno, lo bello que es vivir


De la canción la vida es bella “Yo, al verte sonreír soy el niño que ayer fui. Si yo velo por tus sueños el miedo no vendrá y así sabrás lo bello que es vivir. Tú no dejes de jugar, nunca pares de soñar, que una noche la tristeza se irá sin avisar y al fin sabrás lo bello que es vivir.”

De izquierda a derecha: Gabriel López Moreno, Francisca Aguado Ruiz, Ascensión López Moreno, Josefa Moreno Pérez, Tía Florentina (detrás), José López Moreno, Josefa Pérez López, José arias, y los niños Antonio y Asunción

 El pasado sábado 2 de octubre Gabriel López Moreno, recibía el reconocimiento de sus compañeros del club de Senderismo Navachica de Jayena, junto a Antonio Recio Ruiz, en una jornada afectiva, repleta de emociones. Alguna que otra vez he coincidido con estos dos incansables caminantes en los viejos y nuevos caminos, de esta tierra que amo, donde vi la luz primera hace ya algún que otro lustro. Y de ellos y su saber viejo y bondadoso, sencillo y humilde, he bebido en ocasiones para abrevar la sed de inquirir en esas pequeñas historias humanas cotidianas y comunes, que al fin y al cabo son las que hacen grande a un pueblo.

Cortijo de Fatimbullar año 1978 (extraída de la publicación Triunfo)

 Y hoy toca una de esas historias, la de Gabriel López Moreno. Un hombre lleno de cicatrices en el alma, con el entusiasmo de un niño de 80 años, con un incansable corazón arropado ya en la fatiga de los años. Fue Gabriel, en una de esas tranquilas conversaciones salpicada de largos silencios, a los que él acostumbra, quien un día generó en mi la curiosidad y el interesé por uno de esos oficios ya prácticamente olvidados, el de calero. Un oficio que constituye toda una forma de vida; y que permitió en un momento determinado de penurias, en una economía de posguerra, a muchos vecinos jayeneros tener acceso a “un humilde cacho de pan que llevarse a la boca” y aliviar así la diaria y acuciante hambruna. A raíz de ello sin necesidad de entrar a fondo en el asunto, pude constatar que la industria de la producción de cal, fue un revulsivo económico de subsistencia en Jayena, a través del aprovechamiento de sencillos recursos naturales. Como lo evidencia que, a lo largo de la ribera del río Grande, por donde hoy transcurre la denominada ruta de Los Ríos, hasta llegar al área recreativa del Vacar, en apenas 4 kilómetros; se pueden identificar 10 vasos de cocción comúnmente denominadas caleras, bastante bien conservadas, además de un par de ellas de las que solo quedan restos. Algunas mas también se pueden ver en los barrancos del Lobo y del Quejigo, amén de otras tantas en el paraje del Prado del Perro y Bocanina, donde se pueden identificar al menos otras tres en buen estado. Un inciso a este respecto, (Observando el amplio número de caleras que se encuentran en la ruta de los Ríos, bien podría denominarse con mucha razón esta ruta, de Las Caleras).

Momento de celebración de la primera Comunión de Gabriel en el Cortijo de Fatimbullar

 Esta historia comienza pues como no podría ser menos en una de esas caleras. La que se encuentra a la vera de la senda de Los Ríos, justo enfrente del paraje del Portichuelo, y el inicio de las Herrerías, al dejar atrás el barranco del Lobo, donde Gabriel tuvo su bautismo como calero. Allí Gabriel comienza a relatar sus inicios y vivencias como calero, amén de explicar el proceso artesanal de creación de la cal viva. Pero empecemos por el principio.

Gabriel y Paquita de novios, y momento de la boda de Gabriel. Gabriel junto a su madrina Pepa

 Gabriel López Moreno nace el 28 de diciembre de 1940, en el conocido cortijo de san José de Jayena, lugar atávico entre la vecindad jayenense más mayor. Es el mediano de tres hermanos. Junto a José su hermano menor, y Asunción, la hermana mayor queda huérfano de padre a la temprana edad de cuatro años. Son duros momentos en el país, en el inicio de una posguerra cruel, si cabe aún más desgarradora en Jayena y su entorno, donde el maquis, (la gente de la sierra), se encuentra en su apogeo inicial. Repercutiendo este hecho de manera muy nefasta, en la vida social del entorno de forma profunda; dejando para la historia local una huella de resentimiento, turbia e imborrable.

Paquita camino del altar, con el padrino, y Gabriel y Paquita acabada la ceremonia, ya casados

 Su madre Josefa, al quedar viuda de José, (que fallece por una enfermedad pulmonar), el padre de Gabriel, marcha entonces al vecino pueblo de Agrón. Allí Josefa se emplea en una panadería durante un tiempo para poder mantener a sus tres hijos. Pero el trabajo en Agrón no dura mucho, así que Josefa se traslada a Armilla, junto con su hijo más pequeño José. donde encuentra trabajo en el Orfanato del Niño Jesús. En el orfanato a la vez que trabaja puede cuidar del pequeño José. Las circunstancias del momento hacen que los otros dos hijos de Josefa; Asunción y Gabriel queden en Jayena acogidos estos por familiares y allegados. Asunción es “recogida” por la familia de Gabriel su compadre, conocido como “mandurria”, y Gabriel es prohijado por sus tíos Visita y Andrés. A partir de ahora compartirá vida diaria con sus seis primos. Antonio, Visita, Asunción, Jose María, Paco y Pepa serán ahora otros nuevos “hermanos” de Gabriel, y se convertirán en su familia ya para siempre. El cortijo de Fatimbullar es en esta etapa de su vida su nuevo hogar, donde bajo la tutela y el amparo de sus tíos Visita y Andrés, como uno más en la familia vivirá su adolescencia al abrigo de la dehesa agroneña, a tiro de piedra de su Jayena natal. En Fatimbullar Gabriel vive emociones y momentos para él inolvidables. Entre los quehaceres diarios de la vida cortijera y esa tranquila paz calmada y sonoros del campo se va sembrando la infancia de Gabriel en un gesto callado, silencioso, ausente, y generoso. Allí rodeado de todo el afecto y cariño que un niño es capaz de recibir, cumplió con el rito de su primera comunión, quizás añorando ausencias, pero satisfecho.

Gabriel en el servicio militar junto al Land Rover del que era conductor,l en el servicio militar vestido de "bonito"

 La Hacienda de Fatimbullar ha sido en la práctica, y en lo más profundo de su corazón para Gabriel un verdadero hogar de infancia y juventud. Todos sus primeros pasos en la vida se verán influenciados por ello. Allí fue donde aprendió a realizar muchas de las tareas propias del campo, y el mundo rural, entre ellas la de pastor. Como anécdota, nos cuenta, que, en sus tiempos de zagal, cuando salía a pastorear el rebaño de ovejas y cabras y el hambre le espoleaba el desamparado y famélico estómago, ávido de algún nutriente. Gabriel entonces en ese instante ordeñaba en un cencerro, las ubres de una o dos cabras que él consideraba apropiadas, con el cuidado calculado para que no se notara la falta de leche en esas ubres. Así iba matando el hambre a sorbos de rica y caliente leche cruda. La escuela solo la pisó en Agrón dos o tres meses, que no dieron para mucho en el aprendizaje de leer y escribir. Aunque recuerda con cariño su pizarrín en el que garabateaba con una tiza y borraba con la mano, y su cartilla de vocales. Esto sucedió en un tiempo de posguerra salpicado de incertidumbres y esperanzas vagas, cuando todos los moradores del cortijo se vieron obligados a abandonarlo en el desalojo que los maquis de la zona hicieron del caserío de Fatimbullar. A su vuelta al cortijo el encargado Manuel Matías fue quien se encargó de impartir lecciones de lectura y escritura a todos los niños del cortijo, en atardeceres largos de verano, y tardes breves invernales, por cierto, sin mucho éxito para Gabriel. Pero este fue un tiempo plagado de momentos felices, donde la inocencia de un niño es capaz de crear con sencillez y frescura mundos infinitos y fantásticos. Recuerda Gabriel con añoranza y cariño a los otros moradores del cortijo; Vitoriano y Funelas con sus familias respectivas, así como a Frasquito Conejo, Jariza y Riblanca, estos solos y sin familia. Y al dueño de Fatimbullar José Casinello Lachica que siempre se portó bien con todos ellos, al menos así lo recuerda Gabriel en la lejanía del tiempo y la generosidad que da la nostalgia.

Gabriel en el Cortijo de Barranquillos, provincia de Jaén, junto a familia y amigos

 Con 16 años, Gabriel vuelve a Jayena junto a su familia. Se instalan en la calle de La Cuesta del Chorro, que después de algunos años dejarán, para ir a vivir a la casa de Fermín Moles, lugar este donde celebró su boda con Paquita. En el pueblo, ahora en una nueva y esperanzadora expectativa, irá aclimatándose a otra distinta visión de la vida bastante diferente a la que tenía en su dehesa agroneña. Mozo ya en edad de trabajar como jornalero va cogiendo todos los trabajos que le salen, hilvanando así los días, las semanas y los meses en un ir y venir que solo le permite aportar a su núcleo familiar escasos recursos, que dan solo para subsistir a malas penas. Se da cuenta que el tiempo va pasando, y que las posibilidades de poder establecerse en un trabajo que le permita un sustento suficiente en aquel momento son escasas en el pueblo. Así que un día decide que aquello no era vida, y como tantos otros jayeneros, tras volver del servicio militar se lía la manta a la cabeza y toma rumbo a Barcelona, donde junto a sus hermanos Paco y Antonio trabaja en la construcción. Pero Barcelona no era un lugar donde Gabriel se encontrará a gusto. Un lugar demasiado bullicioso para su alma cortijera, y una tierra demasiado lejana de la suya, que echa de menos. Así que un día como llegó se fue, y tras tres años en Barcelona tomó el camino de vuelta, y se volvió para el pueblo.

Gabriel y Paquita junto a sus hijos Mari Carmen y José Antonio

 Cuando nos habla del servicio militar, aunque lo desempolva con la nostalgia que el tiempo da, no lo recuerda con sana satisfacción. Nos dice soy del reemplazo del 1961. Se concentró en caja el día 14 de marzo de 1962, para el grupo de tropas Nómadas del Sahara. Allí fue conductor de un Land Rover. Con escondida y agridulce tristeza comenta Gabriel, “la mili” la pasé un poco regular. Diecisiete meses sin pisar ni un solo día Jayena en ese tiempo. Literal, hice la mili en los desiertos del Sahara en las Tropas Nómadas. No teníamos sitio fijo, ni cuarteles asignados. Veíamos a personas cuando íbamos a repostar los vehículos al cuartel más cercano que ese momento teníamos. Entonces nos hacíamos de víveres, harina levadura y comestibles. Para poder comer pan mis compañeros y yo cocíamos la masa del pan que nosotros mismos fabricábamos, unas veces con más acierto que otras, en las arenas del desierto. El proceso era el siguiente, excavábamos un hoyo grande en la arena, echábamos una lumbre dentro del hoyo, cuando la lumbre se pasaba se sacaban los restos y las ascuas del hoyo. Entonces se introducía la masa que habíamos elaborado y que se quería cocer. Se tapaba el improvisado horno con una tapadera de chapa metálica, cualquier chapa era buena si tapaba todo el hoyo, entonces las ascuas que se habían sacado y apartado cuidadosamente se posaban sobre la chapa, y así se esperaba hasta que se calculaba que el pan había cocido. A veces la masa subía y se convertía en pan, otras no. Pero daba igual, saliera lo que saliera de aquel hoyo de arena era algo que echarse a la boca, que era lo que importaba. Una vez estando de patrulla llovió, un hecho que no solía suceder con mucha frecuencia, más bien casi nunca sucedía. Pues bien, ese día llovió de manera torrencial, y se hicieron unas grandes charcas, en unas hondonadas donde nos encontrábamos. Ese momento fue mejor que si nos hubiera tocado la lotería, pudimos bañamos y lavar alguna ropa en aquellas charcas, que se habían formado a modo de pequeñas lagunas. Muchos perdimos peso de lo que nos quitamos de encima, y algunas camisas hasta volaron con la suave brisa de ligeras que quedaron. Hay que tener en cuenta que nuestra ración de agua eran 2 litros por día, que conservábamos en una cantimplora. Con esa agua tenías que lavarte, afeitarte y beber. Entonces normalmente no te lavabas, ni te aseabas, pues la utilizabas para beber. Las cosas mejoraron algo cuando me trasladaron a un hospital militar, cuando enfermé de hepatitis. Allí al menos si podía comer pan bien hecho, y comida medio decente, hasta lavarme, aunque los chiches campaban con toda libertad como si el hospital fuera suyo. El día 3 de julio de 1963 me licencié, y volví a Jayena para irme a trabajar a Barcelona junto a mis hermanos Paco y Antonio, que ya se encontraban allí.

Gabriel con su hija Mari Carmen, y junto a su esposa Paquita

 Con 26 años, Gabriel se casó con su novia de siempre, Paquita que tenía 23. La boda tuvo lugar el 12 de enero de 1967, por la tarde. El viaje de novios, lo hicieron a Barcelona donde estuvieron un mes. En sus primeros años de casado Gabriel trabajó con su suegro Antonio el “Tocaor” de calero. Con su suegro aprendería el oficio de calero, una de las etapas de su vida que Gabriel recuerda siempre con mucho cariño y orgullo. Tras hacer la cal, que se producía entre primavera y verano, con una furgoneta alquilada, los dos realizaban la venta de la cal viva, en el propio pueblo de Jayena y otros pueblos como Cacín. Gabriel es actualmente muy probablemente el mejor conocedor del oficio de calero en Jayena. Es este un oficio artesanal que hoy yace olvidado, perdido prácticamente. Gabriel nos resume como se llevaba a cabo la obtención de la cal viva (óxido de calcio), de manera artesanal, aprovechando los recursos naturales propios del entorno donde tenía lugar el proceso. Las caleras u hornos de cal consistían en un vaso de cocción o pozo excavado en la tierra de unos tres metros de diámetro por unos cuatro metros de profundidad, con paredes recubiertas de barro para eludir la pérdida de calor. En su interior se iban distribuyendo de manera ordenada y minuciosa las piedras calizas hasta formar una bóveda. Y en general, aunque cada calero tenía su sistema, en el centro del vaso se dejaba la cabida necesaria para amontonar la leña a la que se prendería fuego para calcinar la piedra. A través de un hueco en la base del horno, el calero iba avivando el fuego sin dejar que se apagase durante todo el proceso de cocción que podía durar hasta una semana, aunque lo normal eran tres días. Había que vigilar y alimentar constantemente el horno las 24 horas del día. Tras la cochura o cocción se dejaba enfriar más o menos durante una semana. Una vez enfriado se procedía al vaciado y desmontaje del horno para proceder a recoger la cal del interior El proceso completo solía durar aproximadamente un mes.

Gabriel explicando el proceso de creación de la cal dentro de un vaso de cocción

Gabriel posando junto al primer vaso de cocción de cal, que él encendió

 Tras su época de calero, Gabriel pasa a realizar trabajos en una granja de pollos de engorde en el mismo pueblo de Jayena ubicada en el paraje del Puente Verde. Tres años después da un cambio laboral a su vida y comienza a trabajar con su hermano José María en la empresa Pérez Jiménez, de la que José María es Fundador. Aquí ya estará hasta su jubilación. Los trabajos que realiza tienen que ver con obras forestales, carreteras y otros tipos de trabajos de la construcción, así como la cimentación de diques y muros. Hoy ya jubilado disfruta de una vida tranquila con sus amigos y con su mujer Paquita, sus hijos José Antonio y Mari Carmen, y sus nietos Gabriel y Dori.
Además, ocupa su tiempo en el cuidado de sus olivos. En verano junto a un grupo reducido de amigos realiza rutas nocturnas una de sus aficiones preferidas. Y por supuesto lleva a cabo siempre que puede, la práctica del senderismo junto a sus compañeros del Club Navachica de Jayena.

 Y como Guido Orefice, en La vida es bella, Gabriel siempre será el niño que nunca deja de jugar, aventurando una sonrisa a la vida, y “Es que sólo tu alegría amansa mi dolor y así yo se lo bello que es vivir”

Gabriel junto a su mujer Paquita, y su nieta Dori, tras recibir un homenaje del Club de Senderismo Navachica de Jayena

Jesús Pérez Peregrina






últimos comentarios

Gracias por dejar tu comentario y fomentar la participación. Se publican en breve.

Artículo Anterior Artículo Siguiente